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78 PEDRO ECHAGUE

Para esta clase de llaves no hay ganzúas; son tan seguras como las de las cajas de fierro que nos traen de Europa. Sólo el que les maneja sabe cuántas vueltas ha de darles, y cuántas piezas de las que componen la paleta ha de hacer funcionar. Mé 156 la llave a exámen. En efecto, era aquel un trabajo inge- nioso y acabado.

—Pero tanto arte, le objetíé, no impide que esta puerta pus- da abrirse cortando el cuero.

—-¿Y quién se atrevería a tanto? Eso importaría aquí come- ter el más grande escándalo, el atropello más inaudito que ja- más se viera. Los habitantes de estos parajes, levantarían en presencia de tal hecho atronadoras protestas y no cesarían de buscar, hasta descubrirlo y capturarlo, al violador de domicilio. Los indios originarios de las tierras que pueblan el E. y N. del territorio boliviano, que fijan domicilio agrupándose sobre las poblaciones cristianas, muestran una implacable animosidad con- tra el robo y la violación de domicilio. Esto no quiere decir que no estimen apenas como un pecado venial la substracción du una camisa, de un mazo de tabaco, de un pañuelo de manos, de una botella de aguardiente, de un caballo flaco o de un burro viejo; pero prendas de mayor valor y utilidad no tentarán su codicia por mucho que .s:a regle todo los actos de su vida. Hay en este escrúpulo algo como una vaga tradición de la primitiva civilización de sus mayores; y si la prédica activa y constante da los sacerdotes condenando el robo, y el despiadado látigo de los Gores y caporales son argumentos que contrarían cual- quiera tentación, la idea de que sus antepasados condenaron el hurto como el peor de los crímenes, influye todavía más en ellos.

En efecto, la probidad de los indios, cuando se trata de co- ras de valor, era cosa bien sabida en aquellas regiones. Y re- cordé que yo mismo había podido comprobarla antes en las si- guientes circunstancias:

Iba de viaje de Potosí a Valparaíso, acompañado de aque- llos emigrados de quienes hice referencia en mi primer libro, cuando tuve, como ellos, necesidad de agregarme a una árria para mejor evitar los percances que bien pudieran sobrevenirnos atravesando aislados el desierto de Atacama. El árria en cues- tión constaba de unas ochentas mulas, de las cuales sesenta eran portadoras de seiscientos mil pesos en monedas de oro y plata, cantidad destinada por el comercio de Potosí a «corresponsales de la plaza de Valparaíso. El resto de las bestias componía la reserva de remuda. En la penosa travesía de treinta y tantes leguas, me entretuve a ratos, durante la noche, en contar a la luz de las estrellas las mulas de carga. Según mis cuentas fal- taba una de ellas. Comuniqué al capataz de la récua mi obser- vación que me pareció muy alarmante. El hombre me escuchó con indiferencia y me contestó:

—Ya parecerá la mula que falta.

Sorprendido de su calma, no insistí. ¡Qué responsabilidad la que se echaba aquel a cuestas con su pachorra!

A la salida del sol, pisábamos la entrada de un verde y ex- tenso cebadal, rodeado por todas partes de acequías de agua dul- ce y cristalina. Allí estaba ya vencida la porción más arries- gada del desierto. Paramos, almorzamos, bebimos y dormimos con el sueño profundo y reparador de la fatiga. Cuando el ruido de la récua arreada hasta el rodeo para ser nuevamente aparejada, alborotaba el cortijo, ví que un indio mozo, sentado junto al fogón, era objeto de particulares obsequios por parte