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76 PEDRO ESHACUE

—Si, mi amigo Echagie—continuó Revilla.—Yo no tengo hijos ni otro pariente que Juanita. Poseo una fortuna regular, según lo que el mundo entiende por fortuna, y otra fortuna ma- yor según mis sentimientos, en la posesión de esta niña. Ella y yo nos entendemos admirablemente y somo3 dichosos. ¿Por qué, pues, no ayudar a que los demás también lo sean?

Llegó el día de nuestra partida, y hasta el momento de po- ner el pie en el estribo, se repitieron los obsequios y deferencias con que ambos consortes no habían dejado un instante de col- marnos. Ni aún en el instante de despedirnos, dejó nuestro hués- ped de interrogarme sobre la larga lucha que habíamos sostenido contra Rosas. El asunto le apasionaba, y él había sido el tema vreferente de nuestras conversaciones mientras estuvimos en la hacienda. De aquellas charlas bajo la luz de la luna, en el am- biente perfumado del jardín donde se nos servía la comida, guardo dulces impresiones de sereno bienestar.

Partimos.

Durante todo el viaje nos acompañó el recuerdo de las ama- bles personas en cuya compañía habíamos pasado días tan pla- eenteros. Supe entonces por Sánchez que la regular posición en que él se hallaba, se la debía a la gratuita protección que Re- villa empezó a dispensarle al poco tiempo de haberle conocido en casa de un viejo esr1.0l avecinado en Orán y al cual había él venido recomendado desde su país. Con respecto a la señora Juanita, la historia era breve.* Revilla la había visto crecer desde la infancia al lado de una excelente mujer, a quien to- dos los habitantes de aquellos lugares le daban el renombre de “la santa” por su discreción, sus hábitos morales y cristianos, y la vida austera que llevara siempre. Juanita había sido reco- gida por aquella señora en una mañana de invierno a la puerta de la iglesia, en donde la habían abandonado en pobres paña- les dentro de un cesto. En un cartón que llevaba al cuello, se leía el nombre de la criatura y se daba a saber que contaba ape- nas tres días. “La santa'”” era viuda, no había tenido hijos, y para dulzura de su bien templado corazón y compañía de su sole- dad, el hallazgo le resultaba providencial. Diez y ocho años ha- bía podido observar Revilla, día por día, el crecimiento de la niña. Y cuando la Santa murió, Juanita recibió sin sorpresa la proposición matrimonial de aquél, habiéndose acostumbrado des- de temprano a la idea de ser un día su mujer.

Llegamos por fin a 'Orán, villa tan desconocida a la sazón como tantos otros valiosos territorios, de los que han de salir la riqueza y el engrandecimiento de nuestro país. La ciudad era por entonces una ciudad embrión. Sus escasos edificios estaban como envueltos por tupidas selvas de naranjeros, que contempla- dos en conjunto desde alguna altura, parecían, bajo los rayos Cel sol, ramilletes de esmeraldas recamados de topacios.

El trópico que domina el país, es eterna garantía de la bon- “ad de su suelo, cuya rica substancia nutre cuántas plantas en- galanan la tierra y sirven de sustento y utilidad a la vida de nuestra especie. Hacia el Occidente, elévanse montañas titánicas, que parecen querer apuntalar el cielo, a la vez que sombrean con aire severo toda la extensión del paisaje; hacia el (Oriente, se dilatan tersas planicies de aspecto apacible como el mar, cuando los vientos no lo agitan. ¡Cosa singular! El frío de las montañas, no impide allí que la benignidad de la naturaleza ejerza su influen- cia, y hasta los más elevados picos trepan a veces rastreando extrañas enredaderas. He visto en aquellos campos, “alfombras