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7 PEDRO ECHAGUE

cía Sánchez.—En Orán tengo establecido un negocio a cuya atención no puedo dedicarle más que tres meses por año, pues mi especulación principal me absorbe los otros nueve, obligán- dome a permanecer, ya en una solitaria cabaña, ya recorriendo zonas de minerales sobre aquel suelo, y usted puede, si de su agrado fuere, renovar aire en mi cabaña, en donde, si se resigna a la soledad, no habrá de faltarle nada. ¡Cuando ambos regrese- mos a Orán, podrá usted ver si le conviene quedarse definitiva- mente a mi lado.

Acepté y acordamos día para la marcha. Eguren aprobó mi resolución.

Durante mi enfermedad había enajenado los hermosos ani- males que me fueron regalados en ¡Afacama. Conservaba apenas la montura. Eguren me regaló un robusto macho, cuyo mérito y valor se me hizo conocer más tarde, y proveyó a la vez mis alforjas.

Cuando fuí a despedirme de él, estaba ausente. Mi amigo había querido ahorrarme y ahorrarse las emociones de la sepa- ración. Le dejé una larga carta en la que le expresaba toda mi conmovida gratitud por cuanto le debía, empezando por la exis- tencia; por su adhesión, por su cariño, por su lealtad. ¡Noble amigo! ¡Aún ahora, al cabo de tantos años, siento que al recor- darlo se humedecen :13 ojos...


Pocos días después, mi vista ávida de luz y ansiosa de espa- cio, se dilataba escudriñando ios horizontes, mientras mi espí- ritu se deleitaba con la contemplación de nuevos espectáculos. Hacia todas partes se desenvolvían ante mí, seductores mirajes. Xi aire me parecía más puro y. vivificante; algo debía haber en él que se me infiltraba en el alma, impregnándola de calma, de bienestar y de consuelo... Pisamos, por fin, los umbrales de Orán y atravesamos sus añejos y embalsamados bosques. Yo escuché por primera vez el dulce acento de aves para mí des- conocidas, mientras avanzábamos bajo la techumbre del ramaje úe las selvas,

A una y media jornada antes de llegar a Orán, díjome Sán-

chez, cruzando su bestia kacia una senda que se desprendía del camino en dirección a la derecha: No serán perdidas las horas que atrasemos nuestra llegada a la villa; la senda en que entramos, nos conduce a la hacienda de un señor Revilla, hombre de admirable bondad y poderosa riqueza, que cifra lo esencial de su dicha en morar a orillas del Bermejo, haciendo de su casa una hostería de “servicio gratis”. Sé cuanto va a ser el gusto que le proporcionará conocer a un soldado del general Lavalle; y esta nueva relación le traerá a usted, no lo dudo, positivas ventajas.

Veinticuatro horas después, entrábamos en los vastos patios que cuadraban galpones destinados a las faenas de la hacienda Gel antedicho señor; y mientras cuatrocientos jornaleros se ade- lantaban liamados por la campana a recibir su almuerzo, nos- otros echábamos pie a tierra frente a las ventanas del gran Ca- serío .

“El señor Revilla salió a nuestro encuentro. No necesité que Sánchez me le hiciere conocer; la afabilidad se pintaba en su semblante, con cierto aire de sencillez. Este suele ser un signo que distingue a las criaturas abnegadas.