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72 PEDRO ECHAGÚUE

vía guardada una fuente que contiene la mitad del relleno y las resas.

» Esta declaración excitó mi apetito hasta el punto de pro- ducirme un raro entusiasmo. Con tono más suplicante y afable, dije a la niña:

—Mira, Martita; acércate y ayúdame en lo que te sea posible a incorporarme... yo creo que ya medio puedo hacerlo.

La niña llegó a mi cabecera... La gula me prestó alientos, y alcancé a quedar recostado sobre el respaldo del catre.

—JEntra la mano, hija, debajo del colchón, y saca la pri- mera pieza de plata que halles al tacto.

Marta lo hizo así, presentándome un real cordoncillo,

—Y bien, —la dije—este real es para tí, con él tendrás chan- caca y maní, que podrás comer en la puerta de calle, donde per- manecerás en acecho de las señoras.

— ¿Y usted, señor, comerá maní?

—No, yo comeré lechoncito.

—+¿Le alcanzo?

— ¡La fuente, la fuente!

Y la niña presentándome el aderezado fiambre, me preguntó con aire de inocencia.

—¿Y se lo va a comer todo?

—No; comeré lo que a-cesite. Tú tendrás cuidado de venir a ratos a ver lo que se lie ofrece, y me avisarás si la familia regresa. Porque es necesario que nadie, fuera de ti, sepa que he- mos hecho esta trampa. La culpa, en caso de apuro, se la echa- rás al gato o al perro. .

La niña se dirigió hacia la calle, se proveyó de chancaca y de maní, y luego se colocó de centinela en la puerta.

Alejandro, César y Napoleón rodéados de sus cohortes des- pués de sus más espléndidas victorias, decididamente no sintie- ron ccntento mayor, mayor mezcla de orgullo y entusiasmo que el que yo sentí al verme en posesión de las regaladas presas.

Los seis meses de abstinencia sobre el triste lecho en que ahora me veía medio incorporado, iban a vengarse. Bajo aquel techo no resonaban ya mis quejidos de antes. jAihora el sol ba- ñaba con su dorada lumbre los claros cristales de una ventana, a través de la cual había yo contado en los días de mi mayor sufrimiento, las hebras de escarcha que durante el invierno se adherían a las rejas.

La escena había cambiado; la acción también. Había lle- gado para mí la hora del desquite. El hambre me ofuscaba. En mi cerebro no había sino una idea: comer. En mi organismo una necesidad sola: comer. Lo probable era que comiendo mu- riese, pero prefería perecer de un hartazgo a perecer de inani- ción. El hambre me llevaba al delirio. (Comí, pues, comí quién sabe cuánto y hasta cuando. Dos veces volvió la niña hasta mi para advertirme que podía continuar mi tarea sin cuidado, pues la familia no se avistaba; y en las dos veces le pedí agua, de la que apuré dos vasos.

Después he debido dormirme. A las veinticuatro horas, so- naron en mis oídos, como salidas de bajo tierra algunas voces confusas, y de muy extraño eco. Me pareció entonces que una fuerza nueva germinaba en mi ser y me sacaba del marasmo. Pero no era seguramente a mí a quien le correspondía averiguar cuál era el principio dinámico que operaba tal fenómeno.

¡Cuando recobré la conciencia de mí mismo, me hallé rodeado de todas las personas de la familia. Eguren tenía mi mano en-