To PEDRO ECHAGUE
correspondía en verdad a sus talentos, su aplicación y su desin- terés.
No se limitaron sus visitas diarias únicamente a la asistencia médica que me dispensaba; también se había propuesto servir- me como un buen hermano y alentarme como un sacerdote. Yo había ya gastado hasta el último cobre proveniente de aquel capitalito que me proporcionara mi inolvidable brillante; pero ello no impidió que la botica continuara sirviéndome, gracias a la generosidad de Eguren, quien colocaba (diariamente una pe-. seia dentro de la funda de mi almohada.
En una mañana del mes de junio, así que me hubo exami- nado, díjome estas palabras:
—-Pedro, es necesario que te resignes; hay necesidad de so- meterte a un tratamiento que puede, por el estado de gravedad en que te hallas, acelerar tu muerte, pero puede también devol- verte la salud si alcanzas a soportarlo hasta mediados de agosto.
No vacilé un instante en aceptar la proposición.
Los dolores que había sufrido durante cuatro meses a causa Ge la disentería, habían desaparecido, pero la insensibilidad se apoderó de mis órganos digestivos. Mi cama se había convertido en un charco. Cada 24 horas se me cambiaban las zaleas hu- medecidas por el agua rue se escurría de los vendajes. Envuel- tas y ligadas como mas de tabaco, mis piernas permanecían inmóviles. Una preparación de plomo administrada en píldoras y la dieta más estricta que haya podido serle impuesta a criatura humana, constituían lo esencial del nuevo sistema curativo. Pero ni mi paladar ni mi cabeza participaban de la gran revolución de que mi organismo en su mayor parte parecía ser presa.
Mi sueño empezó a ser duice y tranquilo, y por mi cerebro no se cruzaban otras fantasías que las'que el hambre me su- Biriera.
Soñaba que me hallaba sentado a opíparas mesas, rodeado de manjares delicados, y este era el único desyarío que conturba- ba el dulce quietismo en que flotaba mi espíritu.
Tguren había recomendado a la dueña de casa no permitir el cumplimiento del más pequeño antojo en materia de alimen- tos, y mi estómago parecía clamar contra la dieta. Tres o cua- tro pocillos de infusión de saúco y siete u ocho cucharadas dia- rias de arroz hervido; he aquí todo mi alimento. ¡Si hubiera tenido que sacrificar la posesión de un imperio, o renunciar a Ja más grande de las glorias en cambio de un pedazo de arro- Mado, o de un canasto de aceitunas, hubiéralo hecho complacido. Mi sangre, con la que en ocasiones humedecía la almohada, tenía yl tinte pálido de una hoja de rosa. Aquello no era.ya sangre sino suero. Pero Eguren seguía obstinado en el plan curativo que se había trazado, y para obligarme a observarlo estricta- mente, me amenazaba a veces con abandonarme a mi suerte si vio- daba la dieta. Mi resignación, —exceptuando la resignación a no “omer,—era la de un santo. Esperaba la muerte tranquilo, sin temor ni remordimiento, y ¡Dios lo sabe! muchas veces con la vista alzada a los cielos y poseído de la humildad más cristiana, vedíle en tono suplicante que me llevara al eterno deseanso. ¡Cuando Eguren se encargó de mi asistencia,. una vez que se reti- raron los otros médicos, me indicó la conveniencia de confesar- me y recibir la Eucaristía. Yo cumplí gustoso su indicación.
Los rigores del invierno, entretanto, habían declinado, y a la Manera de la luz nebulosa con que la aurora anuncia la llegada del día, la primavera ss mostraba con sus primers sonrisas. El