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En la patria sí que agradan plantas, montes, aves, ríos; todo es allí más her- moso, todo es allí más querido.

(De Galatea). 1

Ya estábamos en el llano. A nuestra espalda quedaba exten dido el sombrío muro de los montes bolivianos. A nuestro en- cuentro salíanos, brillante y despercudido, el sol de la patria. Estábamos pisando el suelo en que se meciera nuestra cuna, y la grama, el salto de agua que encontrábamos al paso, cobraban a nuestros ojos una belleza y un encanto particulares. ¡La pa- tria! Nada ejerce sobre el espíritu humano una fascinación tan grande como ella. Ella es en definitiva la única deidad de una religión universal. Puede el hombre en las evoluciones de su ser moral, no amar hoy lo que ayer idolatraba; puede preferir hoy lo que aborreció ayer; pero el cariño por la patria es inva- riable y eterno. El terrible flagelo de la guerra, suele tener por excusa el interés de la patria. No importa que esa patria sea pequeña, no importa que viva aislada, que sea débil; sus hijos todos, cultos o salvajes, quieren conservarla. Los civilizados em- plean para ello máquinas monstruosas; los bárbaros, las bolea- doras, el incendio, la lanza y el degitello. En la infancia, en la juventud, en la vejez, la patria es para el hombre el más caro Ge los ideales, y desde la proscripción se la vé como la luz de una estrella serena y luminosa...

Llegamos por fin a Salta.

Figueroa se hallaba en mal estado de salud, y yo en no me- jor condición. ¡Alojados en casa de una pobre familia que cono- ciera antes de emigrar, Figueroa trajo a cuenta ciertos reparos, que lo decidieron a pasar sin demora a Tucumán. Me fué im- posible seguirle. A la postración que me produjera una ruda terciana, agregáronse luego otros males que me obligaron a po- nerme en cama. Figueroa partió dejándome en tan triste esta- do. Yo presentí lo aque sucedió: no volvimos a vernos jamás...

Lo que sufrí durante mi larga enfermedad, casi raya en lo increíble. Seis meses enteros estuvo mi pobre cuerpo pegado al colchón, sin más movimiento que el de mis brazos. Cinco médi- cos me habían asistido, y. cuatro de ellos me deshuciarcr A la disentería y la terciana, agregóse luego una hidropesía. Pe- ro más poderosa que mis terribles males, resultó al fin la inque- brantable voluntad del médico que quedó a mi cabecera. Era éste un joven llamado Manuel Eguren, hijo de Jujuy, que ha- bía sido como Nevares mi condiscípulo, y tenía por aquella época su residencia en Salta, adonde se había retirado huyendo del tirano. El prestigio de que como facultativo se hallaba rodeado,