64 PEDRO ECHAGUE
al lanzarse del lecho sólo habían atinado a salvarse. ¡A la azu- lada luz de la luna agregáronse en un instante los resplandores amarillentos de los faroles y los cirios. ¡Era que las comunida- des religiosas de uno y otro sexo, recorrían también las calles en cortejo, poblando el aire de rezos e invocaciones a coro.
La igualdad, tal como la soñara un delirante utopista, es- taba alli realizada en ese momento; al lado del niño el hombre, junto al profano cosmopolita el fraile recluso, la beata y la monja; el acaudalado y el menesteroso, la sirvienta y la opu- lenta señora, el español de origen y el indígena, el extranjero y el mestizo, el mandatario, el superior y el subalterno; todos entreverados, todos a una altura, nadie siendo más, nadie sien- do menos. Nadie mandando todos obedeciendo... realizando en la vida la igualdad que sólo se alcanza con la muerte.
Sólo €l terror imperaba. Y tantas almas, tantas edades, tan- tas diversas posiciones, tantos matices sociales, marchaban en montón a un mismo fin: a rogar a Dios, dominados por el miedo.
El miedo es esencialmente supersticioso, y la superstición se torna extravagante. Gentes había entre aquel oleaje humano que hacían pie de las rodillas desnudas por vía de penitencia; otras que se desangra”»2n el cuerpo, medio desnudo, a fuerza de szotes; otras, en fin, yue a remedo del Nazareno, cargaban so- bre sus hombros improvisadas y deformes cruces de pesada ma- dera, sin que para ello les faltaran Cirineos. Derramado en ca- illes y plazas, el pueblo improvisaba carpas de alfombras, de lo- nas, de esteras, de sábanas, bajo cuyo ligero cobertizo se llora- ba y se rezaba, se acurrucaba el niño y temblaba la madre. Y así se pasaron las horas de aquella clara noche, embustera y Gespiadada como esas cortesanas de rostro angelical y mirada encantadora, cuyo seductor halago oculta una intención depra- vada.
A las 7 de la mañana del día siguiente, las agitaciones ha- bían entrado en calma. El pueblo reposaba al fin. Las materias fusibles que se revuelven en las entrañas de nuestro planeta, pa- recían calmadas. El sol se levantaba como en el mejor de sus días. Las calamidades de nuestro mundo no pueden turbar su impasibilidad. Iluminar, quemar, fecundar, atraer y retener, es- to importa a la ley del sol. ¿Por qué habían de perturbar su ca- rrera las aflicciones y la muerte de sesenta mil seres humanos en sólo una noche?
Me hallaba rendido. El sueño me reclamaba, pero el re- cueráo de Nevares me inquietaba hasta angustiarme. ¿Qué ha- bría hecho?... ¿Cómo le hallaría?...
¡Ay! era mi amigo, era mi amparo... Mi esperanza para el futuro la fundaba en su afecto para conmigo. Siendo desafor- tunado, tenía que desaparecer todo ello para que continuase mi desgracia.
- Corrí a su casa y hallé la servidumbre en movimiento.-Pre-
sentí lo que ocurría y pregunté ansioso por Nevares. Su herma- Do me salió al encuentro y me dijo: