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MEMORIAS Y TRADICIONES 63

Entre las pocas, pero importantes personas a quien Nevares me había presentado, se contaba el-general Morán, sujeto de posición en el país, colombiano de nacimiento, si bien se le con- ceptuaba como hijo del Perú, a causa de haber hecho en esta República su carrera desde los primeros días de la guerra de la Independencia. Este importante ciudadano murió más tarde en el cadalso, víctima de las querellas políticas que con tanto en- carnizamiento agitaron siempre aquel hermoso país.

Morán, que poseía una considerable fortuna, era dueño de un teatro, por aquella época todavia sin techo, pero que funcio- haba cubierto por un toldo, cada vez que alguna compañía de las que transitaban por el Pacífico se detenía en Arequipa.

Unos señores Coya Hermanos, directores de un regular per- sonal dramático, funcionaban a la sazón en dicho teatro con bas- tante éxito. Era la noche del día aniversario de una de las fies- tas que más celebraba la Iglesia, y los Coya, aprovechando el entusiasmo público, habían preparado una hermosa función te tral. El general había tenido el comedimiento de invitarnos su palco, pero Nevares se hallaba en cama a causa de una fuer- te angina, y por consiguiente imposibilitado para asistir a la fun- ción. En cuanto a mí, lo justo era que prefiriera acompañar al amigo enfermo; pero mis reparos al respecto fueron combatidos por el mismo Nevares, quien se empeñó en que asistiera al es- pectáculo.

La noche se había insinuado bastante calurosa. Faltaba ai- re AE sobraba luz, pues la luna se deslizaba llena en límpido cielo.

¡Ay! aquella claridad en la libre región del espacio, era una embustera sonrisa con que la naturaleza disimulaba las tempes- tuosas explosiones que en las entrañas de la tierra se prepara- ban. A eso de las once, el telón caía dando por concluído uno de los actos y la orquesta tocaba en el intervalo, cuando un sa- cudimiento súbito, semejante aj que soportaría una embarca- ción que navegando a toda vela chocase contra un escollo, re- movió brutalmente el teatro.

Era aquello un temblor...

Un temblor que, sin preliminares, sin fragor, sin cambio al- guno en la atmósfera, encabritaba la tierra de repente. El pa- vor siguió al aturdimiento dentro de la sala. Entre caídas y traspiés, clamores y atropellos, la concurrencia se precipitó ha- cia la puerta de salida. El teatro había sido desccupado ape- nas, cuando un ruido aterrador repercutió en el oído' de todos los habitantes de la ciudad. Un nuevo estremecimiento produjo el desplome de un hospital próximo al teatro. Los infelices allí asilados perecieron aplastados. Y fué recién entonces cuando se empezó a sentir a intervalos un eco sordo y cavernoso. Otro más estrepitoso estruendo se hizo sentir luego, y una de las na- ves laterales de la Iglesia Central se vino al suelo. Un año an- tes, aquel templo se había incendiado, haciéndose necesario, pa- ra evitar su destrucción total, construir de nuevo los arcos que sustentaban la bóveda principal. Esta obra de reparación esta- ba fresca y cedió a las primeras oscilaciones del suelo. Siguie- ron los sacudimientos con más o' menos fuerza, con más o me- nos prisa y acompañados de sordos ruidos. El pueblo estaba ate- rrado. Un solo pensamiento lo dominaba: el de que iba a ser aniquilado. Un solo y común propósito le asistía: el de implo- rar la misericordia divina. Y grupos de trescientas, quinientas, mil, dos mil personas recorrían las calles a medio vestir, pues