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62 PEDRO ECHAGUE

sentaba al centro de aquel precioso valle, como una magnolia coronando un fantástico “bouquet” de flores exquisitas.

Arequipa, recostada al pie de la montaña, me parecía en- cantadora. Llama desde Juego la atención la singular configu- ración dada a la traza de esta ciudad. Se asemeja a un número ocho perfectamente acabado, y cuya cintura o punto concéntri- co lo forma un soberbio puente, obra de los españoles, que cuen- ta ciento y tantos metros de longitud por veinte de ancho, y ba- jo cuyos sólidos arcos cruza el 'Chilí, tan impetuoso como un torrente en cierta época del año. Los edificios de ambas seccio- nes tenían por lo regular, en la época a que me refiero, una misma altura y una misma fisonomía. Eran de piedra canteada y de bóveda, como sus templos que no bajarían de treinta. Las calles tersas y rectas, los muros pintados de amarillo por la par- te exterior, las veredas auchas y enlozadas con prolijidad, hasta con lujo en algunas partes en que las lajas azules alternabznm con blancas a guisa de damero; todo ello dábale a esta ciudad tal simetría y tal belleza, tal aspecto de alegría y aseo, que la caracterizaba como una de las primeras de la América del Sud. Contra la natural negligencia del indígena, estaba siempre la ac- tividad municipal, y las claras aguas que corrían al descubierto al borde de todas las veredas, eran objeto de particulares afa- nes. Natural era que en «1 país de las flores no faltaran los per- fumes; y donde tan puras y tibias son las auras y tan primave- ral la vegetación, el mundo de los seres alados debía vivir en perpetua animación y murmullo. Un pueblo que cuenta con los privilegios de semejante clima, debía tener también, lógico era suponerlo, mujeres admirables...

¡Absorbido me hallaba en las consideraciones que aquel es- pectáculo me había sugerido, cuando el arriero me llamó la atención sobre un transeunte que avanzaba hacia nosotros, y al cual sólo nos era posible ver a intervalos, a causa de las tortuo- sidades y recovecos del camino. Pero nosotros marchábamos en descenso, y bien pronto nos hallamos frente a él, a la vuelta de un peñasco. Era Nevares, que había tenido la delicada idea de salir a encontrarme. Para abrazarle a mi placer necesitaba ha- llarme de pie y de pie me puse. Al llegar a mí, Nevares hizo otro tanto. Nos abrazamos, y la emoción nos llenó de lágrimas los ojos...

Una hora después estábamos en la ciudad y en casa de Ne- vares.

Su familia, en Arequipa, se reducía a un hermano mayor, a quien, a pesar de viejas calaveradas, se había él propuesto re- generar y a quien hacía partícipe de sus negocios.


La vida que llevé en ¡Arequipa durante un año, fué más que regalada, y sin la fatal desgracia que al término de dicho tiem- po sobrevino, mi bienestar se hubiera prolongado quién sabe cuánto tiempo. Era cosa convenida, por habérmelo así propues- to Nevares desde el día de mi alojamiento en su casa, que tan luego como él realizase ciertas operaciones que tenía pendientes, ¡pasaríamos ambos a La Paz, ciudad en la que yo me pondría al frente de una casa de negocios, sucursal de la existente en Arequipa. En La Paz, como ya el lector lo sabe, hallábase ra- dicada la familia de mi amigo, y por razones de carácter priva- do ,según éste me hizo saber, no le convenía confiar a su herma- no una representación comercial a tanta distancia.