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MEMORIAS Y TRADICIONES 61

Ya el bello caballo capaz es de aguante, su dueño ha obtenido,

haciendo descanso, desahogo bastante; cabalga al instante,

y a poco a su vista vé el valle extendido.


Arribamos por último a la cumbre de una extraña sierra, combinación infernal de peñascos gigantescos y medanales ama- rillentos.

¡Las horas transcurridas desde el momento en que hubimos emprendido la marcha, hasta ese instante, había sido de incesan- te peligro y monotonía, de aburrimiento y soledad, de cansan- cio e insomnio. Pero de súbito, y abarcando toda la extensión que podía alcanzar la mirada, presentóse a nuestar contempla- ción un magnífico espectáculo. Un círculo de montes opacos en- trelazados con áridas colinas, y ligados por último a la misma sierra sobre cuya meseta nps habíamos detenido, encerraba den- tro de su vasta circunferencia el valle de Arequipa. A: su centro y como línea diametral de aquel monstruoso anillo, corre reber- verante el Chilí, río famoso, de cuyas aguas se reparten, a ma- nera de los rayos de una estrella, millares de acequias que sur- ten la gran ciudad, las pequeñas villas, las chacras, los sem- bradus menores, los jardines y los molinos. (¡A nuestro frente se presentaba el volcán, y en su parda ladera, asentada la co- queta. capital, como una ondina salida apenas de las linfas del Chili. La superficie plana que traza el piso del valle, está re- vestida de todos los colores. Aquí un grupo de plátanos osten- ta sus hojas doradas, allí dilatadísimas eras de colorado ají, al- fombran el suelo como bordado de lucientes ascuas; más allá las huertas recargadas del verde del lúcumo, del verde del na- ranjero y el limonero, o del lánguido rosado de las flores del durazno. (A la otra parte amarillean las sementeras del trigo ya sazonado, o dan tono al matiz de esta variada vegetación, las blandas flores del peral y el almendro.

Ln diferencia de estaciones nada importa; el ramillete es perpetuo, y cuando unas plantas apagan el color de sus flores, otras levantan nuevos capullos, nuevas flores y, por consiguien- te, nuevos frutos. En aquel pequeño paraíso todo resalta, nada hace un papel secundario, y hasta las blancas torres de las al- deas que salpican aquel anchuroso manto de esmeralda, apare- cen, a la distancia, como soberbias estatuas distribuidas para embellecer tan singular vergel.

Contra las torcidas columnas del renegrido humo de aigu- nas Chimeneas, que empiezan ya a acreditar la actividad febril del pueblo, elévanse de otra parte delgadas espirales de trans- parente vapor que se escapa de allí, de junto a aquella gruta, y aquella otra, y aquellas otras labradas por la naturaleza y dis- tribuídas a capricho en toda la extensión del valle. Esos vapo- res son emanaciones de las ígneas materias que guarda en sus entrañas aquel suelo, y que se revelan apenas por medio de los pantanosos ojuelos a la vista, que son acaso los poros del gran volcán, los diminutos orificios que han estado salvando aquella tierra de la sofocación en que cayó hace algunos años el terri- blo Misti.

La ciudad de ¡Atrequipa, en cuya procura venía, se me pre-