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MEMORIAS Y TRADICIONES 53

des del cráter del Misti; y entonces hacía probablemente aniver- sario la fecha periódica.

¡Así que hube descendido a tierra, y antes que don Toribio me hubiera indicado cosa alguna, rodeóme un grupo de cholos tan oficiosos en ofrecerme sus servicios, como las turbas impru- dentes de que uno se ve cercado al pisar el muelle de los gran- des puertos. Un individuo entretanto, que sin ser más robusto que los demás en apariencias, supo mostrarse más fuerte a mérito de meter codo a diestra y siniestra sobre el resto de la muchedumbre, logró llegar hasta mí, y descubriéndose me dijo:

— ¿Es su merced el señor don Pedro, caballero que ha hecho ei viaje en la “Eleonodora”, que debe pasar a Arequipa y ha de alo- jarse en casa del señor Nevares? . e

Contesté que sí, y el hombre sonriendo en aire de triunfo me pidió permiso para pasar a boráo en procura de mi equipaje. Mi equipaje estaba conmigo, iba debajo del brazo, ¡dentro de la caja de cartón! ñ

—-¡¡Oh!—le contesté, el equipaje, no es cosa que por el mo- mento deba preocuparte. Existen razones por las cuales no sería prudente desembarcarle ahora mismo.

El cholo me echó encima una mirada tan maliciosa como investigadora y agregó, al parecer lisonjeado de adivinar la causa de tal excusación:

—¡Ah, sí! ¡Como el señor Nevares es comerciante!...

¡Creía que yo era portador de un contrabando!

Híceme el que no entendía la indirecta, y le pregunté:

—Y bien, ¿por qué me buscabas?

—Para llevar a su merced a Arequipa. Esas mulas que se ven alí, aparejadas, son mías. Soy arriero, y vengo encargado por el señor Nevares para cumplir esta comisión.

Hice esperar al cholo y esperé a mi vez a Gonzalo, hasta que éste se hubo desocupado de las diligencias de indispensable trá- mite ante las autoridades del puerto. Entonces nos despedimos contentos y satisfechos el uno del otro, por la cordial amistad que dejábamos contraída. 4

Una hora después, trepaba cabalgando una fuerte mula, la angosta y tortuosa senda de una ladera, imponente por el abis- mo que costezba. El sol empezaba ya a caldear la piedra de la sierra y la sed se hacía sentir en las bestias.

—Aquí hemos de dar agua a los animales, patroncito—dijo el cholo—porque después de ésta ya no hemos de hallar otra, hasta la entrada de una pequeña quebrada que no avistaremos hasta la madrugada del día de mañana.

Y diciendo esto, suspendió la marcha de su cabalgadura, la cual aliviada del freno se arrodilló en procura del pequeño cho- rro de agua cristalina que surgía del centro de una piedra ex- cavada como palangana.

Bebió luego mi mula. Y por último nos reconfortamos nos- otros que íbamos bien provistos de agua y flambres.

Para que el lector pueda formarse una mediana idea de la naturaleza y desamparo de aquellos parajes, he creído de opor- tunidad intercalar aquí algunos fragmentos de versos con que intenté alguna vez diseñarlos. ,

El viaje desde Islai hasta Arequipa en los tiempos a que hago referencia, era tan penoso y erizado de dificultades, como todavía es probable que sigan siendo los que se hagan para atra- vesar los desiertos intermediarios de Arequipa a Moquegua, de és- ta Tacna, de Tacna a Cobija y Atacama: ,