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52 PEDRO ECHAGUE

Nueva Troya, como se llamó entonces a Montevideo, mantúvose mucho tiempo como guerrillero, diario auxiliar de la Legión Italiana que comandaba Garibaldi. Pero el arrojo de aquel va- liente había desdeñado siempre los consejos de la prudencia, y a similitud del general La Madrid, nunca dió espalda al ene- migo. Sus charreteras habían sido ganadas en buena ley por el pujante brazo con que, desde soldado, había manejado la lanza. Y por las puertas de la Nueva Troya, entraron una tarde sus cuartos despedazados por el sable y la bala, el cuchillo y el potro de una veintena de contrarios, a quienes acometió, y dentro de cuyo círculo murió, rugiente como un león herido.

Para el coronel Torres no ha habido todavía ni un recuerdo ni una tumba.


Vuelvo a mi individuo,

Inmediatamente de habernos apeado de la silla de posta que nos condujera a Valparaíso, dirigíme al muelle en averiguación del punto en que anclaba la barca “Eleodora”. Pronto la des- cubrí y subí a su bordo.

El buque recibía en ¿aquellos momentos la carga que iba 2 conducir, y la tripulacica se hallaba ocupada en esta faena; pero ello no obstó para don Toribio me recibiera con afabilideza, y me dedicara un buen rato, así que tuvo en sus manos la cre- dencial que me acreditaba como su próximo pasajero. Decla- róme tener encargo de facilitarme el dinero que pudiera nece- sitar para mi marcha. Agradecí el ofrecimiento, y decliné el servicio, pues mis urgencias de viaje estaban ya sátisfechas, y había en mi faltriquera lo bastante para pagar el hotel durante veinte días,

En cuanto a mi famoso terno de 'Bolivia, que fué liquidado en la venta de Chile, si bien lo recordaba, me consolaba de su péx- «dida pensando que pronto podría recuperarlo en Arequipa. Diez y siete días después, hízome saber don Toribio que el buque iba a le- var el ancla. El viento era favorable, y el viento es un caudal que las embarcaciones no pueden despreciar.

Entre las diversas ocasiones en que, durante mi emigración, crucé las aguas del Pacífico, fué esta una de las que mejores re- cuerdos me dejaron. Ningún contratiempo perturbó nuestro viaje que fué breve, alegre y favorecido por la abundancia de la mesa y el vigor del apetito. Cuando en las mañanas de los últimos días de la navegación, me trasladaba de la cámara a la cu- bierta, mi vista iba a posarse como fascinada, sobre el Misti, gigante de pedernal a cuyo pie existía entonces la ciudad de Arequipa; de aquella ¡Arequipa dentro de la cual viví algún tiem- po. Entre los más elevados picos que coronan la cumbre de los Andes, el Misti aparece como el Illimani y el Tupungato, el Chimborazo y el Pichincha, penetrando en la región de las nubes, envuelto en manto de nítida y eterna nieve.

Contemplado a la distancia, desde el mar, o en tierra desde el desierto, el Misti remeda la figura de un águila inmensa que oculta la cabeza bajo el plumaje de su cuello, en actitud de ex- tender las alas. 7

Por una feliz casualidad, tuve ocasión de ver, en la madrú- gada del día que entramos al puerto de 1slai, algunos ligeros copos de humo desprendidos del seno del volcán. Cada diez o quince años, alguna manifestación ignífera se asoma a los bor-