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50 PEDRO ECHAGUE

supiica que la ocupe, y, con economía y buena voluntad, lo arre- glaremos todo. Mañana nos proveeremos de lo más indispensable. ¡Al infierno el veijo de Nuñoa!

Dos días después ya habíamos entrado en el nuevo método de vida. Procuré acreditarme como copista, y obtuve trabajo en abun- úancia. De día me ocupaba de porer en bianco aigunos escritos, y por la noche en sacar por separado los distintos pepeles de los dramas que se me remitían del teatro con ese objeto. Conseguí, además, colaborar en algunos periódicos. De manera que mi exis- tencia, aunque agobiada de labor, se hizo soportable.

Habíase cumplido un año desde que llevaba esta modesta y arreglada vida, cuando algunos accidentes inesperados vinieron a contrariarla.

La suerte empezó a serle adversa al coronel, pues los dados se habían puesto en su contra. Sus antiguos amigos se habían convertido en simples conocidos. Habiéndole tratado en otro tiem- po como comerciantes acreditado, le veían ahora jugador de oficio. Perdido el buen concepto de que antes disfrutaba, el coronel que- dó aislado.

Por lo que a mí respecta, sentíame afectado de otra manera. Durante nuestra permanencia de ciuúco meses en Tucumán, con posterioridad a los contrastes del Quebracho y Sancala, había su- frido una tenaz disentería (ue se me repetía ahora con caracteres alarmantes. El coronel había dejado de ganar con el juego; yo quedé por algún tiempo imposibiltado de ganar la subsistencia con el trabajo. El hombre de Nuñoa se había llamado, como yo, al si- lencio; él, felicitándose probablemente del mío; yo, felicitándome del suyo. Jamás treinta y dos monedas de a medio real han podido producir ccn su empleo mejores resultados, pues a precio de ellas adquirí yo un doloroso desengaño. En cuanto al frau- dulento avaro de Nuñoa, compró con ellas mi eterno alejamiento de él y de su familia.

En nuestra situsción, forzoso era tomar algún partido. Por mi parte, me decidí a tomar uno triste pero ineludible: refu- giarme en el hospital.

En la mañana del mismo día en que impuse de esta resolución al coronel, me entregaron una carta, En la letra del sobre, co- nocí al instante la mano que la había trazado. Se la leí al co- ronel, que escuchó con la más alegre atención. Provenía de un joven llamado Emeterio Nevares, hijo de Bolivia, educado en Buenos Aires, condiscípulo mío y encarnizado opositor de Ro- sas y sus sostenedores. Este joven había tenido el coraje de ve- nir, precediendo la marcha del ejército a las órdenes del gene- ral Lavalle, desde que éste volvió su espalda a las puertas de Buenos Aires, hasta el día en que tuvo lugar la ocupación de Santa Fé. Su aparición en las villas y lugarejos inmediatos a las vías trazadas por la marcha del ejército, era el signo precursor de la aproximación de éste. Pero Nevares no se había conver- tido así tan como quiera en telégrafo de carne y hueso: traía de su cuenta una piara de mulas cargadas de varios efectos, y otros más de repuestos que mejoraba constantemente a cambalache. A gu aparición en cualquier punto, siempre anticipada de diez a doce días al arribo del ejército, seguíase el negocio que inme- ditamente emprendía sin detenerse más de 24 horas. Fué en Salta, adonde había ido yo enviado en comisión por el doctor ¡Avellaneda, gobernador de Tucumán, en donde tuve el gusto de ver por primera vez a este amigo.

“Si la fatalidad—me decía en la carta—llegase a pesar