MEMORIAS Y TRADICIONES 49
sus centinelas daban paso al carcelero que le alcanzaba el ali- mento, Don Baltasar Echagie, quedó, pues, sepultado en vida.
Los otros dos hermanos, don Javier y don Pedro, hallábanse ausentes de la provincia de su nacimiento, al tiempo en que ocu- rrió la muerte de su padre, el exgobernador. Instruídos del falle- cimiento por carta de don Francisco, que como hemos dicho, era el mayor de todos, y permanecía en Santa Fe, no hesitaron para autorizarle, como él lo solicitaba, a constituirse depositario de la herencia de todos, a la sazón indivisa. Las hermanas mujeres, re- sidentes por entonces en Buenos Aires, bajo la tutela de don Ja- vier, asintieron también a la autorización otorgada a don Fran: cisco por sus hermanos.
Dos años después de efectuado este arreglo, recibía don Ja- vier una carta de don Francisco, anunciándole haberse puesto en marcha hacia el Alto Perú, con la mira de realizar la venta de un gran arreo de mulas. Afirmaba que, con ello, se proponía evitar el secuestro a que, por aquellos días, estaba expuesta dicha clase de hacienda, declarada elemento de guerra. Presumió don Javier que aquella empresa no se fundaba en la causa invocada, y se hubiera puesto inmediatamente en marcha para alcanzar a su hermano, a no retenerlo en cama una grave enfermedad.
Mientras tanto, don Baltasar gemía encadenado tras la férrea puerta del calabozo paraguayo, y mi padre don Pedro, levantaba su carpa al pie de las murallas de Montevideo, en el memorabie sitio en que tanta gloria adquirió el general Soler.
Dos años después, don Francisco volvía a escribir a don Ja- vier comunicándole que résidía en Lima. La verdad era que estaba radicado en Chile. Con las mulas, el fraudulento depositario había arreado también cuántas alhajas y dinero en efectivo hubo a la mano; alhajas y dinero que babían dado a la casa de mis abuelos, fama de ser la más opulenta de Santa Fe.
Recibióse por fin una última carta firmada por el astuto esta- fador, en la que fingía hallarse a las puertas del sepulero y en la más lamentable miseria, consecuencia ésta del mal resultado de sus especulaciones. ij
La familia, víctima de tan cínica y escandalosa estafa, se con- tentó con entrar en posesión de los bienes raíces existentes en Santa Fé. Tal era la historia verídica del opulento Sr. de Nuñoa.
Presentábasele a éste ahora, la ocasión de atenuar sus propios remordimientos; si es posible que tengan remordimiento los seres sin conciencia; pero prefirió, en su avaricia, ocultar aún más su mal habido tesoro, a la satisfacción de restituir algo de lo esta: fado, mejorando la triste situación de un joven de su misma san- gre, desprovisto de recursos en tierra extraña,
¿A quién, además, podía serle dudosa la elección entre el des- prendimiento de una mínima parte de la fortuna usurpada, y el peligro de quedar descubierto y para siempre deshonrado?
Así que el coronel supo lo ocurrido la tarde aquella, aconse- jóme la adopción de una conducta que, de antemano, yo propio me había impuesto: excusar en adelante toda relación con los señores de Nuñoa. Pesaroso acaso de haberme estimulado al viaje a Chile, el coronel agregó:
—No hay que amilanarse, muchacho. Tenemos aposento en que asilarnos, y si hasta hoy hemos regaloneado el estómago en los hoteles, desde mañana lo someteremos a raciones más modes- tas. Haremos venir una vieja cocinera que hace algunos días me
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