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48 j PEDRO ECHAGUE

a solas. No sé si mi tocayo y primo comprendió lo que en mí pasaba. La verdad es que su visita no duró más de doce minutos, prodigándome, a su despedida, más ofrecimientos y piropos que un enamorado. Rompí por fin el cinto de papel engomado que cerraba la cajita y... ¡diez y seis reales en medios!... Hs decir, treinta y dos piezas de plata, que apenas hacían dos pesos, que- daron a mi vista. Eran nuevecitas, y no les faltaba ni ei chusco agujerito que se les hace para ponerles cintas en los bautizos.

Habíase tenido la prolijidad de integrar la cantidad de dinero con que debería “remediarme por lo pronto”, con moneditas recién acuñadas, que si no aumentaban por ello el valor de los dos pesos, podían producir a la vista de los niños un efecto más halagúeño. Si esta ocurrencia no se asemejaba a una burla, no podía aseme- jarse sino a una imbecilidad de avaro. Un arranque de ira me asaltó, y mi brazo iba a hacer volar por los aires el ridículo ohbse- quio, cuando recordé que su retención se hacía indispensable como elemento de prueba, en la explicación que había de darle al coronel.

Cuando éste llegó, se apresuró a interrogarme:

—¿Y th...

—Ya—contesté, agregando otra vocal a la suya, com lo cual completaba todo un adverbio.

—Veamos, veamos—añadió “Torres lleno de interés.

Le pasé la cajita y -speré.

—Pero esto parece una broma, y yo quiero saber el resultado serio de la visita.

—¿El resultado serio? Aquí lo tiene usted. Dos pesos en mo- neditas.

—¿Pero hablas sin burlarte?

—¿Burlarme yo? Me parece que los burlados somos nosotros.

—i¡Veamos! Explícame lo que pasó entre tú y tu primo.

—Casi nada. Me visitó unos minutos y me entregó, en nombre de mi tío, la cajita que usted ve, para que con su contenido pudiera “remediar mis necesidades por lo pronto”.

Torres medio patideció de rabia. Guardó silencio un rato; luego montó a caballo y partió al galope.

Cuando regresó por la noche, yo estaba todavía en pie. La caima se había hecho en mi espíritu. Comprendí que, en realidad, había sido un ingenuo al contar con la ayuda de un hombre de la especie de mi señor tío. Para que el lector comprenda por cuales razones hubiera debido tenderme aquél su mano, y en qué dere- chos morales fundaba yo mi pretensión a su ayuda, voy a ponerlo en conocimiento de ciertos antecedentes de familia.

Era don Francisco Echagúe, el hijo mayor de don Meichor Echagúe y Andia, hombre de campanillas, allá por su tiempo, y ezgobernador de la provincia de Santa Fé, poco antes de efectuada la revolución de Mayo de 1810.

A don Francisco, seguíanse tres hermanas, de las cuales una aceptó por vocación la vida reclusa de un convento; las otras dos llegaron solteras a la ancianidad. Seguíanse a éstas, tres varones, que en los primeros agitados días de la patria, tomaron distintos rumbos, D. Baltasar, que era el más “garifo, fué a establecerse en la. Asunción del Paraguay, en donde, perseguido por el dictador Francia, desde que este cerró las puertas del país a toda relación con el resto del mundo, fué, al cabo, internado en un calabozo. Allí permaneció veinte años, viendo apenas la luz al tiempo que