46 PEDRO ECHAGUE
en procura de coñac? Solo así se explica su absurda obstinación por mostrarnos, con riesgo de la vida de todos, cuán fuerte era su nave. El gran aguacero en que vino al cabo, a quedar disuelta la nubecilla, que en menos de un cuarto de hora se había adueñado “e toda la mar a nuestra vista, nos sorprendió navegando a un largo y con medio costado de babor hundido bajo las ondas. El peligro perdía su primera condición, pero nos amagaba con algo peor; con el naufragio.
— ¡Si usted no amaina, en este instante mismo le hago volar los sesos, señor capitan! — dijo el general Freire al empecinado yankee. Ol oír éste tan concluyente amenaza, apoyada por los gri- tíos de más de treinta pasajeros, ordenó el amaino hasta quedar a palo seco. La operación se efectuó, mientras por alguna parte el agua detenida sobre la cubierta, se iba depositando en la bodega.
La noche nos sorprendió ayudando a los marineros a manejar las bombas. A la mañana siguiente supimos que habíamos estado a punto de perdernos a causa de que el timonel de servicio se había dormido, dejando sin gobierno la nave. Un golpe de mar se había llevado la cocina. El timonel atrozmente azotado, pendía 2 nuestra vista amarrado a una jarcia, a la altura de la cofa del tringquete. A las once de la mañana, aquel infeliz daba indicios de muerte. El sol, que desd: temprano se había anunciado fuerte, le caldeaba la espalda, y 1. sed, de que se quejaba a gritos dolori- dos, estampaba en su semblante signos de desesperación.
Los viajeros todos intercedimos ante el capitán, y éste, depo- niendo su enojo, hizo bajar al timonel. Luego nos invitó a pasar a comer en su cámara, queriendo, sin duda, atenuar con sus obse- quios, la maia impresión que su estúpido arrojo de la tarde ante- rior nos produjera. A
La cocina no se echó de menos. La mesa estaba provista de conservas, queso, manteca, excelentes vinos, fruta seca y café.
Llegados a Valparaíso, cada cual tomó el rumbo que le convenía.
Pero mi anhelado tío no residía en Valparaíso, sino en Nuñoa, lugarejo inmediato a Santiago, en donde poseía una hermosísima quinta, A Santiago nos dirigimos, pues, al segundo día de nuestro arribo. Ante todo, nos procuramos una habitación independiente: pues el coronel Torres era un jugador impenitente, y necesitaba una <asa en la condición indicada. Una vez instalados, Torres abrió su campaña sobre el Monte Crista de Nuñoa.
A la sazón hospedaba Santiago cerca de trescientos argentinos. Casi todos ellos habían buscado asilo allí, después de la desgraciada batalla de Rodeo del Medio. Falto de ocupación y relaciones, na- tural era que yo me preocupase de ponerme en contacto con los antiguos compañeros y amigos. Así lo hice.
Habían transcurrido ocho días, cuando el coronel volvió de su expedición. Yo espiaba su semblante, tratando de adivinar el éxito de sus gestiones. Torres permanecía impenetrable. No pude resistir a la curiosidad, y mientras desensillaba su caballo le pre- gunté: z
—Y bien, coronel ¿cómo le ha ido?
—AsÍ... asf...
Esta respuesta me destempló completamente. Potosí y Urdi- nenea vinieron a mi recuerdo.
—Ese “así... asf...” es una respuesta como para provocar du- das antes que esperanzas...