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wo podían ser indiferentes al entusiasmo con que se celebraba la «derrota del caudillo invasor. Al sarao fueron, pues, invitados to- úGos los ex-jefes y oficiales asilados, pero pocos de entre ellos pu: Gieron aceptar la invitación. Eran los tiempos del frac y la levi- ta; no había entonces como al presente, ropajes intermedios. De aquellos se saltaba a la chaqueta o al poncho y chiripá.
Yo figuraba en la lista de los invitados, pero no tuve coraje para ir a bailar un minué sin el indispensable requisito de llevar un poco de paño suplementario bajo los cuadriles. Sin embargo, 2 la manera de aquel monarca que, imposibilitado para entrar en Argel, arrojaba su corona dentro de sus muros, quise yo arrojar un canto dentro del salón. Lo escribí y le pedí a uno de mis com- pañeros que lo leyera en mi nombre, a la hora de los brindis. Mi amigo aceptó el cometido y mis versos tuvieron eco. Varias per- sonas se interesaron por saber quién era el autor, y uno de ellos fué el general Urdiminea, a quien un-amigo (1) le dió informes sobre mi persona. Así llegó aquél a saber que yo era hijo de su antiguo camarada.
Fuí, pues, a verlo, atendiendo a su deferente lMamado, y se me introdujo en un largo salón tapizado con jergones tejidos en el país, y adornado por grandes sillones. No había en las paredes adorno ninguno, y sobre si blanca superficie sólo se percibían las diformes ventanas que lle1.ban de luz todo el recinto. Al extre- mo ús dicha sala, elevábase un entarimado que cubría todo el fren- te. Sus gradas estaban cubiertas por un tapiz obscuro; sobre el entarimado se asentaba el bufete y a su retaguardia se desteban seis poltronas bajo un dosel de damasco carmesí. Tal era el local destinado a las recepciones oficiales del primer magistrado del país. Por una parte resaltaba allí la sencillez republicana; por otra la actitud aristocrática de los que, favorecidos por el poder, demostraban tcdavía en aquel tiempo aficiones a remedar los tro- noz. Algún tiempo después alcancé a presenciar la entrada del presidente del Perú, en el teatro de Lima, alumbrado por cuatro teas, como uh' santo llevado en procesión.
El general me recibió con sencillez y cordialidad.
—¿Con que es usted hijo de mi antiguo compañero, sargento mayor que fué del regimiento de la Estrella, comanáado por el coronel French?
—En efecto, mi general.
—¿Y qué ha sido de él?... ¿Vive todavía?
—Lo precipitaron a la muerte, mi general. Dejó de existir ha pcco más de un año,
—i¡Pobre amigo! ¿Y cómo le ha legado a usted la noticia?
' —Por el correo Olivares que hace la carrera de Buenos Aires acá. i
—¿Estaba todavía en servicio cuando ocurrió su muerte?
—No, general; mi padre dejó la carrera de las armas el año 20, figurando después en los primeros reformados. En su vida parti- cular supo conservar las amistades contraídas en las filas de los patriotas. Pero un día Rosas no quiso que viviera más el que ha- bía sido unitario toda su vida. La Mazorca se encargó de dar cuenta de él, y una tarde, perseguido con encarnizamiento, rindió la vida sobre los umbrales de nuestra casa ahogado en su propia Sangre...
El general hizo un movimiento de horror y de pena.
(1) El teniente coronel D. Pedro Lacasa. E