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36 PEDRO ECHAGUE

Antes de separarme de aquel extraordinario lugar, que sin du- da no volvería a ver jamás, quise recorrerlo en toda su extensión pobladá. Su cielo, su suelo, su soledad y sus hombres, habían ejer- cido sobre mí un poderoso atractivo. Parecíame que una llave mis- teriosa había abierto en mi corazón fuentes desconocidas de sere- nidad y bienestar..Quería aspirar una vez más sus perfumes, oír el canto de sus aves, el quejito del aire en la enramada y el mu- sical murmullo de sus aguas.

En aquella última recorrida tuve ocasión de saber por boca del alcalde el resto de caracteristicas de aquella república en mi- niatura, cimentada sobre el granito y extraviada entre el aparta- miento y la soledad.

En Teconao, por entonces no había iglesia. Cada habitación suplía por turno semejante falta, y todos los domingos se reunían los vecinos para rezar en común. Como no había sacerdote, uno de los vecinos más ancianos presidía las oraciones. Tampoco tenían Campo Santo, y los que dejaban de existir eran enterrados en al- guno de los pueblecitos situados a la otra parte del desierto, adon- de los deudos de cada muerto conducían el cadáver. Tributarios del Estado, los habitantes de Toconao pagaban con exactitud, y por lo regular anticipadamente, todas sus cargas.

La autoridad únics - el alcalde—éralo apenas en el nombre; su acción no se hacía sentir jamás, y si a veces presidía los con- sejos para deliberar sobre asuntos de conveniencia común, era por- que la mayoría quería acordarle esa deferencia. En cuanto al ori- gen de aquella familia, y la explicación de su presencia en Toco- Bao, nada exacto pude saber.

Yl idioma, el color, los modales y hasta el traje, hacían, a pri- mera vista, suponer que los habitantes de Toconao eran una colo- nia de procedencia quichua. Pero no; un descendiente legítimo de esa casta, que no tome chicha, que se lave la cara todos los días, que monte a caballo y maneje lo mismo las boleadoras que la flecha y la azada, es inconcebible. Creo, más bien, que hubo un tiempo en que vagando prófugos de la civilización algunos infe- lices, buscaron en la falda oriental de las montañas que bordean el pie de la gran planicie, un país nuevo y una vida tranquila, To- maron así relación con los habitantes de la parte fronteriza de Salta y Jujuy, que conocían sin duda de fama la tierra admirable en que hoy se levanta la aldea aquella, y consiguieron la inmigra: ción espontánea de algunos gauchos que fueron a domiciliarse allí. Las razas se cruzaron, hasta que por último la indígena quedó ab- sorbida, con el curso de los años, por la de los blancos descendien- tes de españoles. :

XI

Quince días después nos hallíbamos merdidos sobre una in- mensurable sábana de nieve que llenaba las sinuosidades de las bajas hileras de montes que daban hacia la parte del naciente. Para orientarnos en nuestra ruta, consultábamos cada mañana la saliáa del sol. El perpetuo reflejo de la luz sobre la nieve estuvo a punto de enceguecernos; y sin la precaución de cubrirnos la vis- ta con unas fajas de paño negro, sacadas de un pantalón despeda- zado al efecto, es muy probable que el mal se hubiese consumado.

Un poto el instinto de las bestias que montábamos, y otro po- co nuestras precauciones para evitar desvíos del rumbo preciso, nos llevaron ¡al fin! al suspirado suelo de la patria.