34 PEDRO ECHAGUE
raban todavía con vivacidad en torno de los objetos a su alcalce; sus mejillas hundidas y acribilladas de arrugas, dejaban -en ma: yor resalte las dimensiones de su nariz aguileña; sus hombros an- chos y nervudos estaban casi del todo al descubierto, y se veía que en toda la extensión del pecho y cuello, el tiempo había «des- cargado los rigores de su efecto destructor, pues era allí donde la piel se había quebrado y contraído con mayor exceso. Tenía re- dondeada su escasísima y nevada barba, y muy largas las uñas de las manos. Observé que su voz era estentórea, aun cuando su de- cir era breve y sin dificultad.
A nuestra llegada, el hombre intentó ponerse de pie; pero Car- los por un lado y yo por el otro, se lo impedimos.
Nuestra visita lo tomaba de sorpresa.
—¿Cómo le va, mi amigo?—díjele al pararme delante de su cama. .
—Bien, señor; ¿y a sus mercedes?
Figueroa se anticipó a mi respuesta, diciendo:
—A mí muy mal, porque los higos de esta tierra me han pues- to más que ligero, justamente ahora que por tener en convalecen- cia una canilla necesito andar despacio.
El longevo demostró no haber comprendido bien todo lo que se le decía, y agregó a st. vez:
—Mucho estimaré, s»:.0r, que su merced me hable un poco más fuertecito. El oído me va faltando, así como los pies han to- mado la costumbre de hinchárseme.
—¿Y esas son todas las novedades que usted siente?—pregun- té a mi vez.
—Esas, viracoche; ¿y qué, le parecen a su merced poco?... Pues sepa su merced que a causa de la dicha hinchazón, hace ya diez años que no puedo montar a caballo.
—¿Quiere decir que usted lo ha hecho hasta los ciento diez de su edad?
—Justamente.
—¿Jinete de todo un siglo? ¡Bravo! ¿Y en qué campaña?
—En las de mis padres, en las de mis abuelos, en las de los Mamaní, de cuya familia llevo el apelativo; pues yo soy Juan Ma- mani para servir a sus mercedes.
—¿Y qué conquista, qué ventaja han reportado los Mamani en esas campañas? .
—La conquista del alimento; la ventaja de la salud.
—¿Cómo así?
-—Los Mamani, señor, como la mayor parte de los habitantes actuales de este rincón, no se alimentaron jamás de otra carne que de la de vicuña, animal que abunda en las cuchillas y quebradas de nuestras cordilieras. Comer carne de vicuña es prolongar la vida. A eso y nada más que a-eso le debemos nosotros nuestra fortaleza y larga vida. No nos faltan por ahí, en ciertos valles ocultos, nuestras tropillas de burros, yeguas y mulas que de cuan- do en cuando reunimos a nuestras llamas y vacunos, entregándo- los a la guarda de alguna quebrada. Pero preferimos vender las haciendas cuando se presenta una buena oportunidad para ello. ¡Hasta las tripas de la vicuña le saben mejor a nuestro paladar que la carne de vaca!...
¿Cuáles podían ser las causas verdaderas que determinaban la extraordinaria vitalidad de aquellos hombres?
Un ser humano bajo los auspicios de una atmósfera normal, habituado a levantarse con el alba y acostarse a la oración, no ha- biendo probado otro licor que el agua, sin más vicio que el de ex