MEMORIAS Y TRADICIONES 33
lá curiosidad que les ha causado el saber que tiene usted noventa años.
Excusado me parece prevenir que esto era expuesto en el mal castellano con que por lo común se expresan los indígenas.
—Sií, señor, noventa años, que los cumpliré el próximo Marzo el día de San Cutberto obispo y confesor.
Figueroa salióle al encuentro a la conservada monagenaria, preguntándole:
—Diígame, abuelita; ¿es usted la que va a trabajar algún te- jido con el hilo que ahora tuerce?
—No, señor, no soy yo; y lo siento; es una sobrina mía, que en asuntos de telar casi no ha tenido competidora en largo tiem- po; pero la infeliz ha quedado corta de vista a lo mejor de su edad y ya sus trabajos no son tan delicados.
—¿Y cuántos años cuenta la niña?—preguntó Figueroa, siem- pre con aire socarrón.
A —Supóngase su merced que es menor que mi hijo, unos diez años.
—¿Por manera que la sobrina tiene la zoncera de unos se- senta?... ¡Y ya escasa de vista, a la edad en que otras criaturas no suelen tener ni un diente! Pues señora, deploro la temprana desgracia de su sobrina.
Se cruzaron luego algunas otras preguntas y respuestas, que avivaron mis deseos de conocer al tío de Valenzuela.
A la mcrada de aquél nos fuimos.
Mi primera impresión, al detenerme en el singular terreno que servía de hogar al hombre centenario, fué de extrañeza. Creí que iba a encontrar una morada semejante a la de la tía Cutber- ta; había imaginado un indígena de rostro enjuto, ojos hundidos, labios caídos y cárdenos, barba rugosa y apenas salpicada, por al- gfnos pelos blancos; valetudinario, en fin. Mi chasco fué completo.
Sobre una cancha lisa y bien nivelada, que mediría unas trein- ta varas, descoilaban dos gigantescas higueras. Distaba la una de la otra el espacio que ocupa un cuero de buey estirado a la altura de una cuja, sobre un encatrado de madera. Como a tres varas arriba de aquel cuero, y bajo el inmediato amparo del tupidísimo follaje de las higueras, que no dejaba pasar ni el más delgado ra- yo de sol, extendíase otro cuero, también de buey, tirante como una tolda de embarcación, y colocado a guisa de techo de dos co- rrientes.
Sobre el cuero inferior, que hacía de cama, sentado con la ca- beza reclinada sobre el tronco de la higuera delantera, y bajo ei palio de piel vacuna, veíase un hombre que apoyaba los brazos so- bre el vientre. Cubríale una gruesa frazada, y en su lecho no fal- taban ni sábanas ni almohadas. Un mocetón como de diez y ocho a veinte años estaba de pie a su cabecera; ¡era su tataranieto!... única persona que le acompañaba y le asistía con amor y contrac- ción admirables.
Saludamos. E
El joven echó su montera la mano y el anciano nos dirigié una mirada de curiosidad.
En cualquier otro lugar de la tierra que hubiera yo visto aquel hombre, no lo hubiera supuesto de la raza a que se decía perte- necer. Si en su rostro había algún signo que acreditara su origen castizo, ese signo podía cuando más individualizarlo como un buen mestizo. Era blanco y rosado, faltábale el cabello y un pañuelo ceñía su cabeza, dejando visible su alta y preñada frente. Sus ojos, cuyo desvanecido tinte dejaba sospechar que fueron verdosos, gi-
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