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32 PEDRO ECHAGUE

En el resto del lugar, cada árbol tiene a su pie un diminuto jardín. Los hay al pie de un naranjero por el que trepa jugueto- na a mezclarse con la dorada fruta, la azul enredadera y la fecun- da multiflor; al pie de un peral, donde se lucen mil clavellinas de color purpúreo, rivalizando en olores con la rosa, el junquillo, la violeta y el jazmín; bajo un almendro, bajo una higuera donde crecen viciosos los tomates, el ají, los melones, la papa, las cala- bazas, la frutilla, el pepino y la mandioca; resultando por último que naranjeros y perales, durazneros y almendros, higueras y no- gales—que levantan con sus entrelazadas copas la más espesa tol- da que jamás haya sombreado una floresta—añaden todavía, para completar el espectáculo, el precioso efecto de aquellas peanas de flores y hortalizas, que a manera de ramilletes visten y guardan sus robustos pies.

Entre mis apuntes de aquel tiempo, conservo inéditas algunas consideraciones respecto a la capacidad hidráulica de los indíge- nas de ambos Perú; y como en alguno de otros episodios que pu: blique, habré de ocuparme de este punto, bastará por ahora con decir que los vecinos de Toconao poseen el arte de arrebatar el agua de sus fuentes originarias, para llevarla hasta donde en úl- timo término la precisen. sin instrumentos ni aparatos complicados.

Yo había visto el v1r el agua artificialmente, desde el cajón de las hondas quebradas o el río de los valles, hasta la cumbre de los collados, imitando las roscas de un tirabuzón; pero ser extraí- da del fondo de un torrente oculto a la luz del sol, y conducida a mérito de pujanza y de paciencia en resistencia contra el peder- nal, sólo es posible que, sin poseer la ciencia, sepan efectuarlo los moradores de Toconao.

Xx

Fuimos, pues, a la casa de la madre de nuestro huésped que, efectivamente, se hallaba en pie como aquél lo supusiera.

Un fuego abundante iluminaba la única habitación de que se componía la casa. La viejecita se hallaba de pie frente a la luz, y barbollaba entre dientes alguna oración, a la vez que retorcía una rueca preparando un delgado hilo de vicuña.

—Buen día, madre... ¿Su bendición?—dijo el alcalde.

—Dios te la dé, hijo—contestó la viejecita—Y saliendo a mi encuentro y al de Carlos con una agilidad ajena de sus años, nos saludó respetuosamente sin excusar la repetición de viracoches y sus mercedes.

El rancho encerraba dentro de sus paredes el menaje de uso general en las demás habitaciones del lugar. En vez de sillas, un asiento de barro levantado a media vara del suelo, y apoyado so- bre la muralla en todo el largo de dos de sus costados. En uno de los otros, una especie de estrado del mismo material, cubierto de algunas pieles de llama. Este último servía de cama. Al centro del testero principal de la pieza, un nicho; y dentro del nicho un crucifijo adornado de cacharros cargados de flores; una mesa pe- queña, un jergón cubriendo los asientos, y uná estera de paja or- dinaria tapizando el suelo delante de aquéllos, completaban el mo- blaje de uso y de lujo; con inclusión de los trastos de cocina, y una tinaja para el agua, colocada en un rincón.

El aseo resaltaba en todo. Los naturales de Toconao se distin- guen por su limpieza.

—Estos viracoches, mi madre, vienen a conocerla, traídos por