MEMORIAS Y TRADICIONES 31
plo. Advertido Valenzuela en la tarde de aquel día, de mi resolu- ción de continuar la marcha cuarenta y ocho horas después, me contestó que la cosa no le parecía posible, pues la cordillera daba muestra de que el tiempo estaba próximo a descomponerse. El sol brillaba con todo su esplendor; ni una nubecilla perturbaba el límpido turquí de los cielos. Para hacer su pronóstico, le bastaba al alcalde una blanca bruma que vagaba al pie de la sierra a nues- tro frente, como a diez leguas de distancia. Volvió a despertarme mi amable huésped a la mañana siguiente. Figueroa había ya da- do cuenta de buena porción de higos. La higuera fué siempre para mí un árbol antipático. Pero los higos de Toconao me recon- ciliaron con ella. Mientras me ocupaba en aligerar el contenido de un canasto lleno de esta fruta, me llamó la atención la forta- leza del alcalde, cuya edad era imposible inferir, ni siquiera apro- ximadamente. :
—Dígame usted, Valenzuela, — le pregunté — ¿cuántos años Cuenta?
—¿Yo?—contestó el alcalde sonriendo y aplazando la reapuesta —«¿Y cuántos cree usted que tengo?
—Le calculo 45.
Continuó sonriendo y dijo:
—Tengo muchos más.
—¿Muchos más?... ¿Tendrá usted 50? —Más, señor, ¡muchos más! —¿Todavia muchos más?... ¡Pero eso es imposible!...
—Pues no es imposible, señor. Tengo 70 años.
—¿Setenta años? e
—Sí, señor; ¡y si viera usted a mi madre!
—¿Tiene usted madre viva?
—Sí, señor, y cuenta noventa años; pero esto no es nada to- davía. z
—¿No es nada? ¡Santa Bárbara! —exclamó Figueroa—¡Con que 90 años! ¿Y su abuelo?...
—Abuelo no tengo—contestó Valenzuela siempre sonriendo—; pero tengo un tío que lleva ya de vida 120 años.
— ¡Demonio! ¿Y no trata de casarse?—preguntó burlonamen- te Carlos.
—La mañana está muy linda y mi madre ha de estar ya le- vantada—repuso Valenzuela.—¿Quieren ustedes conocerla?
— ¡Ya lo creo! —dije yo.
La aldea de Toconao es la obra singular de unas cuantas cria- turas laboriosas asociadas a una exuberante naturaleza. Es una selva creada en medio del desamparo, con todas las riquezas de la vegetación. En su seno un puñado de seres patriarcales vela in- cesantemente por la conservación de aquel diminuto Edén. Allí no hay calles, las habitaciones salpican a trechos el lugar, y para el deslinde de las propiedades bastan unas cuantas acequias, algo mayores de las que en forma de red cruzan regando a los cuatro vientos todo el terreno labrado, que apenas alcanzará a dos leguas cuadradas. ¿Cómo se opera ese milagro—se dirá—s0' bre un suelo de piedra viva? Es que esa piedra es una calcárea po- co consistente, a pesar de su espesor casi uniforme de seis pulga das en toda la porción de terreno que de ella se halla vestido; y donde quiera que el ¡peso del pico busca perforarla, ahí queda ea descubierto una tierra vegetal la más fecunda de aquella corteza pótrea, y esa porción es la destinada al común servicio de los ve- «inos. Se cultiva en ella la cebada que se expende a los transeuntes para alimento de sus bestias.