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30 PEDRO ECHAGUÚE

rayos del sol. Las junturas de las piedras eran apenas perceptl- bles, si bien aquellas, aunque diferían en tamaño, se hubieran creídu fundidas en el mismo molde.

Cuándo ya estuvimos sobre el río, el cholo director de la mar- cha, picó su mula y salvó de un salto algo semejante a una zanja.

—Apuren sus bestias, patrones—nos dijo.

Admirado de que a aquella especie de acequía de un metro de ancho, a lo sumo, se le llamara río, hice alto y eché pie a tierra imitado por Figueroa. El agua corría vertiginosamnete a veinte o treinta varas de profundidad, haciendo imponente ruido, por den- tro de un canal de vivo granito, recio como un huso. A primera vista, aquel canal, más que un río imitaba un cencte; observando con atención y estimando el ímpetu con que la corriente se preci- pitaba entre olas espumosas y neblinas ligeras que se evaporaban en el aire, más que un río, y más que un cenote, parecía un vór- tice encajado dentro de un lecho de pedernal.

—¿Y adónde beberemos?—dije, dirigiéndome al baqueano.

—Inmediatamente, señor — contestó aquél. — Desde la entrada al bosque, por todas partes nos cercará el agua.

Así fué. Al pie del primer árbol que hallamos a nuestro trán- sito, ya tuvimos a nuestro disposición una de las mil cristalinas acequias que riegan el sue c de aquel singular lugarejo. Saludamos a Dios en sus obras. Era la primera agua corriente que bebíamos; era la ¡primera sombra que disfrutábamos al salir del desierto que nos había tenido divorciados del mundo.

Nos dirigimos hacia el pueblo. Uno de los pocos indígenas a quienes la curiosidad hizo suspender los trabajos de labranza, nos condujo a la casa del alcalde, quien nos recibió con toda la urba- nidad propia de aquellas. criaturas pertenecientes a una raza man- sa y humilde. Impuesto del contenido de la carta del señor Fe- rrari, el buen indígena se puso a nuestras órdenes, manifestánco- se satisfecho de poder agradar a su superior. Las bestias queda- ron sueltas en paraje seguro, y desde aquel momento, hasta el de huestra partida, no les faltó cebada fresca. Figueroa, cuyo genio alegre y dicharachero no se había quebrado, a pesar de haberse quebrado la pierna, y hallarse en quiebra mayor desde antes, tra- bó amistad con Valenzuela, que tal era el apelativo del alcalde.

El sueño de aquella noche fué para nosotros un sueño de des- quite, y por consiguiente de mayor peso. Un buen techo nos sal- vaba del hielo; el cuerpo reposaba en algo blando, no sentimos frío, y las espuelas no trababan ya nuestros movimientos.

IX

A la mañana siguiente la estrella matutina vino a herir con su titilante luz mis mal entreabiertos ojos, que preferían por cier- to en aquella hora el prosaico descanso. Tenía la pieza en que nos alojábamos, una puerta al naciente. Sus hojas no se cerraban ja- más, que tal era la costumbre del lugar, según explicó Valenzuela. Mi cama había sido colocada al frente de dicha puerta, y junto con la luz del lucero me despertaron voces que decían:

— ¡Señor! tome estos higos...

Era el alcalde que, en cuclillas a mi lado, me llamaba.

Figueroa, despierto desde hacía rato, acabó de disipar mi sue- fio con su charla. Los higos que el huésped me presentaba, eran de un tamaño asombroso: estaban fríos como un terrón de nieve, y eran dulces como un terrón de azúcar. Carlos había engullido ya medio cesto de ellos. No me hice de regar para seguir su ejem-