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MEMORIAS Y TRADICIONES 29

tro de los límites comprendidos desde el Pico Pulido en la provin- cia de La Rioja, la serranía de Aconquija en la de Tucumán y Catamarca, (incluyendo los derrames de la sierra hasta expirar al sur de Orán bajo la línea tropical) aparecen ostentando la forma de una gran quijada.

Dentro de la zona que ésta contiene, no parece sino que los Andes se hubieran desflocado como las hebras de una cuerda. Pero es todavía más digno de obsergarse que, casi con esa misma confi- guración, pero colocado en orden inverso, resulta encerrado la mitad del territorio boliviano, con sus laberintos de montes, hondonadas, valles y anfractuosidades, que cuentan por límites al S. O. y S. E. el desierto de Aatacama, el Pico Peltur, Concepción y la sierra de San Luis en Tarija. Faldean en seguida parte del país de los chi- riguanos, hasta enfrentar en las montañas cochabambinas, a cuyo extremo occidental, adheriéndose las de Oruro, se refunden ambas en una sola cadena que arranca en dirección N. O. hasta dar con los extremos de Titicaca.

A estas regiones pertenece aquélla sobre la cual marchábamos. Habíamos salvado el desierto arenoso, blando y pesado; y ahora penetrábamos en el desierto pétreo y frío, en la gran planicie de Toconao, especie de puente trabajado por la naturaleza a algunos miles de pies sobre el nivel del mar, y que coronando aquellas mon- tañas, deslinda las comarcas argentinas de las citadas al occidente del Pico Peltur. Ningún ser vivo aparecía a nuestra vista. La mirada no tenía ante sí más espectáculo que el cielo unido en círculo a la llanura, elevándose por grados en forma de cimborio. La ascensión fatigaba excesivamente a nuestras bestias, pero ello no impidió que marcháramos durante toda la noche a pesar de la gran nevada que nos cubría. Queríamos llegar al río vecino de la aldea de Toconao, antes que se hiciera sentir el bravo sol de enero.

Al despuntar el alba, el frío nos transía y el sueño nos vol- teaba. Hicimos alto y encendimos fuego con leña extraída de nuestras provisiones. Un almuerzo abundante, algunos tragos de vino y un buen rato de descanso, nos repusieron. A las once de la mañana pisábamos un terreno hueco y tembloroso. Bajo la pre- sión del casco de los animales, se producía un eco semejante a la vibración que deja en el aire el tañido de una campana. Tal vez estábamos pisando la costra más ligera de nuestro planeta. A las once y media, una faja obscura de poca extensión empezó a hacerse visible a nuestro frente, y las bestias apresurando voluntariamente la marcha, recogían y dilataban alternativamente las orejas, en señal de hallarse próximas a un lugar de pascana, o por lo' menos de abrevaje. A la una, el sol ya casi nos sofocaba; pero los anima: les, movidos por el instinto, nos alentaban con sus bríos y sus relinchos.

Los peones nos hicieron saber que nos aproximábamos al río, y por consiguiente a la aldea. Efectivamente: el agua empezaba a matar el yermo. Se veían plantas saliendo de entre grietas hú- medas. La tierra oscura que primero se destacara a nuestra vista, tomó por último sus verdaderas proporciones. Era un tupido bos- que desde cuyos alrededores se veía, ya cercana, la montaña que habíamos de salvar más adelante.

Media jornada habríamos adelantado sobre aquel terreno liso como el tronco de esos robles gigantescos a los cuales el tiempo despoja de su corteza, cuando me llamó la atención el hecho de que, a proporción que nos aproximábamos al bosque, áquella super ficie llana ganaba el ámbito, apareciendo en todo lo que abarcara la mirada, como una plancha de metal bruñida reverberando los