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24 PEDRO ECHAGUE vI

La opinión de Figueroa me pareció sensata, y nos dirigimos a la casa del prestamista. Carlos tuvo la ocurrencia de presentarme observando un ceremonial que si bien cuadra cuando es empleado con una persona culta, para nada sirve y a nada conduce, em- pleado con el más culto de los usureros. En un corazón moneti- zado, no penetran más consideraciones que la del interés. En el oído de los usureros no alcanzan eco los dolores ajenos. El sepul- turero se familiariza con los muertos; la costumbre de estar sobre las tumbas da al cabo ese resultado. El usurero se ríe de los vivos y especula hasta con los restos de los que vivieron, no te- niendo temor de Dios, ni vergiienza de su papel en el mundo.

El desaliño reinante en el despacho de Mendieta me indicó ya lo que éste debía ser. La mañana era fresca; el sol podía en aque- lla hora bañar todo el interior de la pieza, y sin embargo, las hojas de la puerta que daba a la calle, apenas mostraban señal de haber sido abiertas. Había allí un aire denso y húmedo. Al tufo de agua de jabón derramada sobre un piso sin ladrillos, agregá- banse las evaporaciones de algún otro líquido alcalino. El blan- queo de las paredes estaba como velado por una espesa capa de polvo, y junto a una piez? le tafetán se zangoloteaba una sarta de rosarios de cobre amihosados. Zapatos, vacinillas, libros y betún, ollas y galón de oro, loza de barro y anteojos de larga vista, todo estaba allí revuelto entre cueros de llamas. Media docena de loros chillaban en sus estacas.

Carlos expuso el motivo que nos llevaba, y el hombre halló conveniente, anticipar la contestación que precisábamos, en uno de los preámbulos acostumbrados por los profesores del oficio.

—“Los tiempos están tan malos. Se hace sentir tanto la”falta de dinero. Estoy tan acobardado... Y lo peor es que cuando uno hace un sacrificio por servir a alguien, suele tener tan triste re- compensa...”

Figueroa no pudo disimular la impaciencia que tal exordio le causaba, y se fué luego al lenguaje de la concisión.

—Señor Mendieta, ya le he dicho a usted que venimos a que nos compre o nos tome empeñado este diamante monstruo; está tasado en tres mil pesos; si usted duda de ello puede averiguarlo; le esperaremos algunas horas; si desde ya se decide a comprarlo, haga oferta; si le place más tomarlo empeñado, lo que precisamos eS...

Y como Figueroa se volviera a mí en aire de consulta, me apre- suré a añadir:

—Dos mil pesos.

El usurero hizo un movimiento de espanto, titubeó un instante y luego exclamó:

—iJesús, Jesús! ¿dos mil pesos?... El diamante podrá valer- los o valer más, según usted lo afirma; pero suponer que yo tenga esa cantidad y pretender que la invierta en él, son dos monstruo-

sidades!... ¿Yo con dos mil pesos en efectivo?... ¿Pero eso es suponerme un Creso, un quién sabe quién? —Luego, ¿ni lo toma usted empeñado ni lo compra?...—dijo

Figueroa un tanto amostazado.

—Lo compraré o lo tomaré en prenda señor Figueroa; pero ello será según y conforme. En primer lugar, yo necesitaré con- sultar por ahí, acerca del verdadero valor de alhaja tan delicada, porque vivimos en unos tiempos en que todo se falsifica; y además, salvo los respetos que ustedes se merecen, tengo que procurar la