Página:Echague Memorias tradiciones.djvu/22

Esta página no ha sido corregida

22 PEDRO ECHAGUE

viaje, contratar mi transporte con un arriero, tomar pasaporte y despedirme de las tres o cuatro relaciones que más había frecuen- tado durante mi permanencia en la ciudad?

Mientras aguardaba al hombre que debía acompañarme, me paseaba nervioso en mi habitación, cuando de pronto percibí en un intersticio del umbral que daba al patio, un punto brillante. El recuerdo de la alhaja de Smith pasó por mi mente...'“me preci- pité a recojer el objeto que relucía. ¡Era, en efecto, la piedra pre- ciosa! :

La alegría y la sorpresa me asaltaron. Mi corazón palpitaba con violencia. Cerré la puerta y me retiré a examinar la piedra en un rincón de mi cuarto, hasta donde la luz que entraba por la ventana me alcanzaba.

V

Cinco días después me hallaba domiciliado en Tacna,

Por un efecto de casualidad, aquella ciudad se había conver. tido en el centro de preferencia adonde venían concurriendo los proscriptos, después de haberse desparramado en todos los países sudamericanos.

Poco menos de un año había residido en aquella ciudad, cuan- do llegó a mis manos ur. :.úmero del periódico La Regeneración que se redactaba en el Uruguay bajo los auspicios del círculo hábil y persistente, que ya había tenido la fortuna de convertir en favor de la más digna causa, al hombre que mejor había sostenido el poder monstruoso del tirano argentino.

Figueroa, el compañero de proscripción de quien al principio de mi narración he dado cuenta, oyó con interés y en silencio la lectura de aquel diario, al término de la cual manifestó cierto aire de sentimiento y desconsuelo, cuya causa comprendí no era otra que la imposibilidad en que se hallaba y suponía extensiva a todos sus compañeros, de no poder regresar a la patria,

—No te aflijas, Carlos; mos iremos—le dije.

—+¿Nos iremos?...—profirió con el énfasis propio de una per- sona que se propone con una simple frase repugnar una propuesta de todo punto imposible de realizarse.

—Nos iremos, —le repetí—acentuando la palabra con aire grave.

—¿En globo?...

—No. Por tierra; a caballo primero, embarcados después, y luego otra vez más a caballo,

—¿Y con qué se hace todo esto?

—Con plata,

—¿Y de dónde?

Desprendiéndome el chaleco y luego la camisa, le enseñé un símil de relicario que pendía de mi cuello, en el que llevaba guardado el brillante de Arequipa, que no me había sido dado poder restituir nunca a su dueño, fugitivo en países desconocidos.

La curiosidad había crecido de punto en mi buen compañero, y era para mí llegado el caso de hacerle participe de mi recurso declarándole mi secreto. Figueroa era un hombre astuto y de serio alegre; sobrábale la lealtad, excelencia a la que por inclina- ción profesaba un culto inalterable, y de mi franqueza esta vez iban a surgir sus vistas y su consejo, allí donde precisara ser auxiliado en bien de mi proyecto. Como paso previo se des: pidió aquel mismo día de la familia en cuya casa estaba hospe- dado. Su traslado a mi habitación no demandó tiempo ni gasto. Era pues llegado el momento, en que la preciosa piedra rivalizara