20 PEDRO ECHAGUE
lo segundo, se hacía indispensable sacudir el polvo y buscar otro aire. En Arequipa había vivido en una casa de inquilinato ocu- pando un pequeño cuarto contiguo al alojamiento de un doctor en medicina de apellido Smith, yankee de pura cepa, joven de formas atléticas y temple vigoroso. Según relato de los vecinos, y algu- nos panegíricos del vulgo, el dicho doctor tenía dominada a la mayoría de sus colegas, tanto por la solidéz de la, ciencia y por el acierto que le acompañaban, cuanto por la pujanza de sus brazos y la pesadumbre de sus pies con los cuales, se aseguraba, había demostrado más de una vez ser hombre de no aguantar pulgas; razón por la cual las puertas de la cárcel no le eran extrañas.
En una noche de riguroso junio, a eso de las once, sentí repen- tinamente ruido de voces y pisadas de bestias en el patio sobre el cual daban mi habitación y la del afamado doctor. El caso era extraño, y no pude menos que distraerme de las cavilaciones que me tenían desvelado. Estaba a oscuras, si bien era dueño de un cabo de vela que por economía conservaba apagado. Hallábame tendido sobre mi pobre cama a la bartola, actitud la que mejor le cuadra a la edad de veinte y tantos años. A los setenta, ninguna criatura humana se estira con plenitud en su lecho, a menos que el sueño que duerma s'2 el de la muerte. La algazara aumentaba acompañada de mayor .novimiento, y a favor de algunos faroles que reflejaban su luz en mi aposento, a través de los cristales de una ventana que jamás cerraba, ví las sombras de varias personas, entre las cuales creí reconocer al del doctor, ayudando el desalojo de su pieza, hasta dejar cargadas dos mulas. Supuse que el doctor emprendía viaje a larga distancia, y que algo extraordinario lo ponía en el caso de movilizarse a tales horas, con todos sus per- trechos y bagajes.
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A la mañana siguiente, en los momentos en que me ponía en marcha a mis quehaceres, no faltó un comedido vecino que me relatara la causa de lo ocurrido, y de la consiguiente desaparición de Smith.
—El señor doctor—me decía el buen vecino (de quién haré sa- ber que era un barbero)—se ha marchado entre gallos y media noche. Los pocos momentos que aquí permaneció, así que regresó: de la calle, fueron para él de gran sobresalto. Le parecía que la policía le caía encima, y por precaución hizo cerrar la puerta Ade la calle hasta el momento en que emprendió la fuga. La puerta que daba entrada a la escalera del mirador fué abierta, probable- meten con la mira de ganar por ella los tejados en caso de que la autoridad procediese al registro de la casa. El ruido de su apresto promovió la general curiosidad, y casi todos los inquilinos, que ya dormían, se despertaron, abrieron sus postigos, y fueron por último, armados de candiles y faroles, a ayudar al doctor en la busca de un soberbio brillante de valor de tres mil pesos. ¡Sí señor, de tres mil pesos! Al tiempo de montar a caballo, su dueño sintió que se le saltaba del anillo en que estaba engarzado.
Y el bueno del barbero, a quien ya le parecía que tropezaba con lá valiosa piedra, giraba sobre sí mismo encorvado, escrutando con la vista las rendijas de las baldosas.
—i¡Tres mil pesos! —murmuraba— ¡Tres mil pesos! Yo me hu: biera contentado con los ochocientos que anoche prometía el doc- tor al que tuviera la dicha de encontrar la piedra. Pero no pierdo las esperanzas, porque además del gran brillo que debe denun- ciar a una prenda de ese valor, el extraño contento que he adver-