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194 PEDRO ECHAGUE

compurgarlo, En el silencio de la noche he comprimido con mis manos los ojos muchas veces en busca de más obscuridad para cubrir la vergúenza que me causaba el recuerdo de mi ligereza al abrir ancho campo a los avances de una pasión improvisada. He concluido por resignarme a mi suerte, después de llorar largo tiempo mis ilusiones muertas, y luego he rogado a Dios por la enmienda de mi hermana, porque salve Vd. el honor de nuestra casa, y por la vida y el porvenir de tres criaturas des- gratiadas... Ya que mi triste destino no me permite ser su esposa, ¡sea Vd. por lo menos mi buen hermano! A mi me espera

los solitarios rincones de un claustro...


Abrióse en aquel momento la puerta que comunicaba con el cuarto contiguo, y Amalia apareció en ella. Pálida y desen- cajada, se adelantó hasta caer de rodillas ante Amelia y Reynal. Esta brusca y, dramática entrada imbpresiowó hondamente a los jóvenes.

— ¡Perdón! murmuró Amalia sollozante; perdón Amelia por, el amor que te robé! ¡perdón Reymal por mi larga mentira.

—Nada tenemos que perdonarte, Amalia, respondió ad: samente Amelia. No te atorm "tes el espíritu y trata de curarte. 'Dodo se arreglará... Ven cornmigo; acuéstate; no te expongas así al frío..

La ayudó a levantarse y quiso conducirla de nuevo hacia su lecho en la estancia vecina. Pero Amalia se resistía a mar- charse y continuaba sollozando.

La señora de Vargas, advertida momentos antes por un mensaje de Amelia, y al tanto, de tiempo atrás, de cuanto ocu- rTría, se presentó en la habitación. Venía como aliada de las me- llizas, ¡pues dirigiéndose a Reynal le habló de este modo: ,

—Señor Reynal, sálvemos primero a la culpable para salvar con ella a su infeliz hijita. ...

Reynal continuaba ceñudo y silencioso.

Acercóse aún más a él la señora de Vargas, y- dominando la situación, dijo con voz conmovida:

—Hace veintitantos años en el bautisterio de ese templo en donde 'ha poco sonaban las cinco, recibía el agua bautismal un niño, que había llegado a la vida com desgracia. El mismo lo re- conoció así, una vez hombre, recordando con frecuencia estos versos: id El darme vida, la suya a mi madre le costó,

¡que no perdona la muerte nia la hermosura mayor.

¿Será posible que el hombre que recitando esta estrofa de- ploraba desde lo más íntimo de su alma no haber conocido las caricias maternales, condene ahora a igual suerte a su propia hija, por culpas ajenas? 7

Aprovechando la turbación de Reynal, Amelia pasó al cuar- to contiguo, trajo en brazos a la tierna criatura que se hallaba en la cama, y se la presentó a aquel. La batalla estaba ganada. El joven agobiado por tantas emociones cedió.

—/Olvidaré el pasado, Amalia, dijo, y daré mi nombre a la niña...

Precipitóse Amalia al cuello de Reynal, pero la impresión