Página:Echague Memorias tradiciones.djvu/193

Esta página no ha sido corregida

MEMORIAS Y TRADICIONES 193

Una exclamación se escapó de lebios de Reynal que quedó un momento absorto.

—¿Juego es Ud. Amelia?

—Soy Amelia.

— ¿Dónde está entonces Amalia?

—Cerca de aquí.

—Pero Ud. me ha dado una cita...

—Sí; y doy por recibida su visita, bien que en otro sitio que el indicado. He venido a evitar que mi hermana muera desespe- rada por sus violencias, teniendo conocimiento por mi criado de que hacia aquí se dirijía Ud. Y esto es lo único que importa por ahora: que mi hermana no muera... Hasta hoy, todo lo he sopor- tado en -silencio, pues sólo se trataba de sufrimientos y vergiienzas que recaían sobre mi nombre y mi persona. Pero ahora hay que salvar la vida de dos seres: de la madre y de la hija; de su hija de Ud. señor Reynal. Por eso estoy aquí.

Ocultó la cara entre las manos y se puso a sollozar.

— ¡Oh! ¡Amelia! ¡Amelia! imploró Reynal: La esperanza inunda mi alma de nuevo. He sido víctima de una burla inícua, pero era a Vd. a quien yo creía querer en la otra. ¡Apiádese de mí y rehagamos nuestro porvenir!...

—¿Qué está Ud. diciendo señor Reynal? ¿No comprende Ud. que nos encontramos en presencia de lo irreparable? ¿Cómo ima- gina Ud. que yo podré ocupar en su vida el puesto que mi hermana necesita y reclama? Y por lo que a Ud. respecta, recuerde que no es sólo el caballero, es también el padre el que tiene en estos mo- mentos deberes ineludibles que cumplir...

— ¡Oh! Amelia, replicó el joven, no me desespere Ud. asi... ¡Piense por su parte en lo injusto de la desgracia que cae sobre mí! No fuí yo quién buscó esta situación, y si he caído en un en- gaño ha sido mi amor por Ud, el que me precipitó en él. Habla Ud. de mi hija... ¿Qué sentimientos quiere Ud. que despierte así de improviso en mi alma esa paternidad que me acaba de ser reve- lada apenas, y que se deriva de la traición y el dolo? En estos momentos yo no sé, no quiero saber más, sino que Ud. ha sido y es el grande, el único amor de mi vida; que una funesta maquina- ción me la arrebató por medio de la infidencia; que ahora veo la posibilidad de reconquistarla, y que no por haber sido burlado he perdido el derecho de ser feliz...

—No. Reynal, Ud. desvaría. Ud. no es inocente puesto que ha faltado a la fé jurada y ha aceptado la complicidad en un delito de amores clandestinos. Su deber es ahora aceptar la responsabili- dad de sus actos. Y tomando un aire grave y solemne, agregó: Señor Reynal. es necesario que Ud. se coloque en la altura de su delicadeza. A diez varas de aquí, detrás de era pared, yace postra- da una mujer, la madre de su hija. Para con ambas tiene Ud. una obligación sagrada.

—¿Luego quiere Ud. que el agraviado recompense las iniqui- dades de esa mujer con su propio sacrificio?

—La falta de ella es también de Ud. Y yo quiero que mi her- mana se salve.

—¿Y prefiere Ud. eso a la reivindicación de su propia fama? ¿Olvida que para las apariencias la culpable es Ud. y no ella?

—Yo renuncio al mundo y me coloco bajo el amparo de Dios. Las saetas de la maledicencia se embotan sobre la coraza de la inocencia y de la virtud. También yo he cometido un error y debo