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186 PEDRO ECHAGUE

Sra. de Melean. No savía él mismo si estaba enamorado, en el sentido profundo de la palabra. Pero sí sabía, que se hallaba per- turbado por la voluptuosa seducción, por la coqueteria autoritaria y atrevida, por la incitante feminidad de aquella belleza tropical.

Cuatro días más tarde, presentábaso Reynal de visita en casa de la señora de Vargas. Iba ansioso de saber detalles sobre el .es- tado, el carácter y la vida de Amalia, en quien no había dejado de pensar desde que la conoció. Pero su decepción fué grande, cuándo a sus preguntas disimuladas, contestó su amiga con vague dades. Al cabo de una larga visita, no había logrado saber schra Amalia mucho más de lo que ya sabía, y huho de resignarse a esperar el regreso de ésta.

Amalia había dicho que se halláaría de vuelta para la Pascua. Hasta esta fecha aguardó Reynal, siempre poseído por aquella es- pecie de embriaguez que dominaba su imaginación y 3us sentidos, cuando evocaba la rara mezcla de arrogancia y cortesía, de calor y de frescura, de brusquedad y de dulzura que constituían la per- sonalidad de la ausente. La fecha llegó por fin: era el 25 de Di- ciembre de 1842, y Reynal se presentó en la casa cuyas señas le diera Amalia en su entrevista primera.

Se encontró con ela sentada delante de la puerta de calle, hacia la parte interior del umbral, conforme a una generalizada costumbre local, y se apresuró a saludarla con efusión.

—¿Cómo le ha ido a Vd. en su ausencia? le preguntó. Y en g6u impaciencia por entrar a conversar de lo que a él le interesaba, añadió sin esperar respuesta:

—Mucho le he recordado a Vd. durante estos días, Amalia...

Estaba encatndora. La expresión de su cara era más dulce, sus modales mas recatados, su manera de hablar armoniosa y apa- cible, sin aquella desenvolturá insinuante e imperiosa, que en la primera conversación impresionó tanto al jóven. Una expresión general de serenidad y de decoro, había substituído a la exhube- rancia anterior.

—Amalia, siguió Reynal—¿No tiene Vd. algo que cobrarme? me? ¿No tengo yo algo que devolverle?

—¿Algo que devolverme a mi? Creo que no... Pero yo si tengo algo que cobrarle a Vd.: mi nombre. —¿Su nombre de Vd.? No comprendo... De todas maneras,

aquí tiene Vd. la diamela que prometí restituirle seca.

La jóven recibió la flor y dijo sonriendo con aire intencionado:

—Guardaré el depósito para entregárselo a mi hermana.

—¿A su hermana de Vd.? ¡Cómo! ¿No es Vd. la Sra. de Me- lean?.

—No señor, soy su hermana.

—Señora... señorita... mil perdones por mi error. Pero es que hay entre Vds. un parecido sorprendente, increíble, desconcertante...

—Somo «mellizas, señor, y esto lo explica todo. Por lo demás, está Vd. disculpado.

— ¡Hasta el timbre de la voz..! Hasta... Reynal se detuvo cor- tado y estupefacto.

Compadecida sin duda de su situación un tanto ridícula, su interlocutora añadió cortesmente:

—Yo soy Amelia Cabot, señor. A quien Vd. conoce es a ml hermana Amalia. Su error de Vd. no me sorprende, pues suelen in-