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134 PEDRO ECHAGÚUE

—Soy ecuatoriano, me dijo,—y apenas tengo familia. Mi pa- dre era francés, mi madre ecuatoriana. Cuento veinticinco años, soy viudo y vivo para conservar la vida de una tierna criatura, fruto de un extravío a que me arrastró la fatalidad. Cuando haya cumplido esta misión, mis huesos tendrán sepultura en Francia.

Esta breve declaración, hecha con hondo sentimiento, excitó más y más mi curiosidad.

De mí, sabía ya Reynal que era argentino, y que los azares de la proscripción me había llevado a aquellas latitudes. Había oída hablar de Rosas; no ignoraba que este tenía sojuzgada y conver- tida a mi patria en un vasto cementerio, ni que la flor de la ju- ventud de mi país se había refujiado en el extranjero para seguir combatiendo al tirano desde afuera, por la propaganda hablada y escrita, después de haberlo combatido desde adentro con las ar- mas. Me fué grato comprobar que las iniquidades del bárbaro se conocían por allí, a pesar de los periódicos que, asalariados por él, trataban de disculparlo y aun de engrandecerlo. Yo acabé de informar a mi nuevo amigo sobre el particular, y le expliqué que me dirijía el Ecuador solo para conocer este país; debiendo luego regresar al Cuzco, en donde nos encontraríamos con un antiguo compañero de armas en el ejército de Lavalle, con quien, después de nuestras infortunadas campañas contra el tirano, habíamos con- traído el compromiso mutuir de ayudarnos y sostenernos en el des- tierro.

Lanzados ya en la via de las confidencias, conté yo mis pe- has y esperanzas. Con el corazón sangrando todavía, Reynal me refi: su tragedia íntima. Para referirsela yo a mi vez al lector, voy a procurar dar aquí forma a lo que escuché de sus la- bios durante aquellas “cuatro noches en el mar”



Era hijo Reynal de un ciudadano francés que había hecho for- tuna en Guayaquil. Había venido al mundo bajo malos auspicios, pues su madre falleció al darlo a luz. El recordaba con amargu- ra esta circunstancia, renitiendo este fragmento que leyera de ni- en un viejo romance:


El darme vida, la suya

2 mi madre le costó,

que no perdona la muerte ni a la hermosura mayor.

Cuando el niño tenía diez años, observando su padre la incli- nación que demostraba al estudio, resolvió enviarlo a Francia, y allá lo colocó como interno en un colegio. Cumplía apenas veinte años cuando recibió una carta en la que se le ordenaba su inme- úiato regreso a la patria. El estado de la salud de su padre era alarmante, y sus intereses requerían la atención de un miembro de la familia. Cuando el niño arribó a Quito, el anciano había muerto. Se encontró, pues, sólo en la casa en que transcurrió su infancia. El mismo destino infausto que lo había privado del primer beso de su madre, lo privó también de la última bendición del padre...

Aislado en su propio país, resolvió realizar los bienes que le tocaran en herencia, y se entregó sin demora a esta tarea, que calculó no podría terminar en menos de dos años. Debien-