Página:Echague Memorias tradiciones.djvu/176

Esta página no ha sido corregida

176 PEDEO ECHAGUE

— Esta será la última vez que monte a caballo, y estu cho- za mi último asilo, dijo, al llegar, la Chapanay.

Con esta fiel amiga contaba nuestra heroína para cumplir ciertas promesas que se creía en el deber de realizar, antes de desaparecer de la tirra. A ella se confió y le pidió ayuda. Le dijo que deseaba hablar con el sacerdote que se hallara más próximo para hacerle una importante revelación. Era, pues, in- dispensable, que la india se llegara hasta Jáchal, a suplicarle al cura de aquella villa, que se tomase el trabajo de venir a verla.

—Aparte de este servicio inestimable, — concluyó, — le pi- do que Vd., que seguramente cerrará mis ojos, se quede con mi caballo y con mi apero. Es lo mejor que tengo....

¡La buena india asintió al pedido de su amiga, y aquella misma tarde se puso en camino para Jáchal.

Martina quedó sola; tan sola, como cuando escalaba la cum- bre de los cerros persiguiendo guanacos. Reflexionaba en su me- lancólico fin, que presentía ya próximo, y volvía todas sus es- peranzas hacia Dios. ¡Si había venido a concluir los días en este rincón de la provincia, tan lejano de aquel en que nació, era porque no quería ofrecer a sus conterráneos, los laguneros, el espectáculo de su decad r3ia y de su ancianidad, y también por- que no había podido olvidar ni perdonar del todo,.la humillación injusta que aquéllos le inflingieron, expulsándola del pedazo de tierra en que vió la luz, cuando ella iba a llorar, a rezar y formar sobre él propósitos generosos y nobles.

Tres días pasaron, y la india no regresaba. La espera se vol- vía angustiosa para la Chapanay, que se debilitaba cada vez más. Caía la tarde de uno de esos días, y la abandonada mujer se hallaba entregada a una verdadera crisis de tristeza, bajo la luz del crepúsculo que siempre fué para ella desconsoladora y oprimente, cuando se oyó en la puerta una tocesilla.

— ¡Ave María!

— ¡Sin pecado concebida! ¡Adelante!

Un sacerdote capuchino entró en el cuartujo. Sus hábitos roídos y sus sandalias desgarradas, denotaban pobreza. Una bar- ba blanca le cubría el rostro,

Pidió permiso para descansar, y ante la respuesta afirmati- va y deferente de la enferma, depositó en el suelo un saco que llevaba al hombro, y un alto báculo en que se apoyaba. Luego preguntó:

—¿Está usted enferma hermana?

—Muy enferma, señor... Por eso he mandado «suplicar a su paternidad que viniese a verme. Necesito su auxilio espiri- tual, y necesito además hablarle de algo que pertenece a la igle- sia. ¿No le ha dicho a su paternidad, mi compañera, que yo pa- garía el coche en que viniera?

—i¡Un coche!... ¿Para mi? ¿Su compañera de usted?...

—¿No ha venido ella con usted?

—Vd. se engaña hermana. Yo ¡he venido solo.

—«¿Luego su paternidad no es el cura de Jáchal?

—No, hermana. Yo soy un peregrino. Cumplo una promesa, y por eso he pasado la cordillera. Ahora me dirijo a Santiago del Estero, y si Dios me presta aliento iré luego a Tierra San- ta. En mi juventud anduve por estas comarcas, y he seguido es- te camino para volver a verlas.

— ¡Ojalá hubiera yo sabido, repuso Martina, que traía su pa- ternidad esta dirección! No estaría ahora penando por saber si