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172 PEDRO ECHAGUE

heridos en la Punta del Monte, u otra cualquiera causa, hubieran quedado en la provincia.

En el Art. 28 del decreto aquel, se declaraba que los remisos en el cumplimiento de tal disposición serían castigados con la pena de quinientos pesos de multa, o un año de prisión.

Martina Chapanay, que a la sazón tenia establecido en Caucete su servicio de balsas, fué llamada por órden del Gobernador, é im- puesta de este decreto, a fin de que cooperase a su cumplimiento. Ibá ya de regreso hácia el río, cuando la alcanzó un mensajero y en nombre del Prior del Convento de Santo Domingo, le suplicó que regresase a hablar con este. El mensaje sorprendió a Marti- na, pero por venir de quien venía no quiso desatenderlo, y volvió a la ciudad. Daban las ánimas en el convento, cuando ella se pre- sentaba ante los claustros.

Dormía plácidamente la Chapanay a la noche siguiente, junto al río, adonde había regresado de la ciudad, cuando los ladridos del Oso la despertaron. Se levantó y fué a ver lo que ocurría. Dos hombres a caballo estaban a pocos pasos de ella.

—Buenas noches—dijo uno de ellos apeándose del caballo, alargando su mano a la Chapanay, y aproximándose a un bien alimentado fuego que allí ardía.

—Buenas noches, caballeros, contestó aquella.

—Suponemos que Vd. :erá... prosiguió aquel, dejando trun- ca su interrogación.

—Si, yo soy. El señor Prior les habrá prevenido que yo les dejaría un fogón como señal.

—Así es. Y por cierto que nos viene a las mil maravillas.

Martina echó mano a sus alforjas que se:hallaban colgadas de un árbol, sacó de ellas una caldera, ]a llenó de agua y la colocó al fuego con el propósito de cebar mate.

—¿Con que ustedes son los salvajes unitarios que me ha re- comendado el señor Prior?

—Si señor, contestó uno de los jóvenes, honrando con el tra- tamiento al traje masculino que vestía la Chapanay.

—Nosotros mismos, agregó el otro. Hasta ayer hemos perma- necido ocultos en el Convento, desde el día que entramos en la Capital heridos en la batalla de Angaco; pero el decreto del Go- bernador nos ha colocado en el caso de aventurarnos a huir an- tes que continuar comprometiendo la tranquilidad de los santos varones, bajo cuyos reservados auspicios hemos podido curar nues- tras heridas.

—Aun cuando en mi entrevista con el señor Prior, repuso Mar- tina, me fueron declarados los nombres de ustedes, no los recuerdo,

—Yo soy el teniente coronel Jacobo Yaques, dijo el mas bizarro.

—Yo soy Pablo Buter, sargento mayor, añadió el otro.

—Los dos porteños ¿no es verdad?

—Los dos, contestó Yaques.

Así que el agua hubo hervido, Martina empezó a servirles ma» te a sus visitantes, mientras seguía conversando con ellos.

—No veo por aquí la balsa que nos trasladará a la otra orilla, dijo el teniente coronel, escrutándo los bordes del río.

—Es que está aquí afirmó la Chapanay, señalando la fogata.

—¿En el fueog?

—Si señor. El Gobernador me había llamado justamente para ordenarme que tuviera la balsa lista, por si era necesario perse- guir a álguien que intentara salir de la capital sin permiso de la