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170 PEDRO ECHAGUE

rampante y le clavó sus dos ojos inyectados de fuego. Aquélla reconcentró en los suyos toda la fuerza de su atención, espian- do los movimientos de la fiera, y esperó el ataque a pie firme Viendo a su ama en peligro, el Oso recobró coraje y se aproxl- mó ladrando con furia. Cuando el león se abalanzó sobre su presa, ésta tuvo tiempo para gritar:

—¡¡Ohúmbale, Oso!

Luego dió un; salto de costado, para evitar el primer zar- «pazo, y cuando la fiera se volvió hacia ella, le presentó como un escudo el brazo forrado con el poncho. Una formidable den- tellada atravesó poncho y antebrazo, y las garras del león hu- bieran completado la obra, pues a su bárbaro empuje cayó de espaldas Martina, si el Oso, obedeciendo a su ama, no se hubie- ra prendido de la cola de la fiera tirándola hacia atrás. Volvió- se ésta para dar cuenta del perro, y entonces la (Chapanay, in- corporándose con la agilidad que prestan los grandes peligros, le metió el puñal en el cogote hasta la empuñadura. Otra y otra puñala más, y la fiera, dando un muevo bramido, rodó por el suelo estirándose con temblores de agonía.

La vencedora quedaba extenuada de dolor y de cansancio. Su brazo herido, hacíala sentir rudos sufrimientos y se reclinó sobre el pasto para reponerse, mientras los perros olfateaban la sangre todavía caliznte del león. La Chapanay se levantó, se acercó a su caballc .¡ue tascaba el freno, tomó sus chifles y, con el agua que guardaba en ellos, apagó su sed y lavó las hon- das cisuras con que los colmillos de la fiera la dejaban marca- da para toda la vida. En seguida se vendó el brazo como pudo.

Hubiera deseado llevarse la piel de su víctima; pero no podía desollarla con una sola mano. ¡Contentóse, pues, con cor- tarle la cabeza y amarrarla a los tientos de su montura. Buscó por último las orillas del bosque, en donde en caso de otro evento pudiese al menos saltar a caballo en pelo; encendió fue- go con gran dificultad y se echó a dormir rodeada de sus tres animales.

A la mañana siguiente lavó de nuevo su herida y se puso

en viaje a su choza de San Juan, adonde llegó sin contratiempo.

Mal curadas sus heridas no cicatrizarom bien y fueron pa- Ta ella, en adelante, causa de dolores periódicos, que no pocas veces la obligaron a meterse en cama. Pero no por eso se pre- servó de las lluvias y las intemperies, cada vez que necesitó desafiarlas en su áspera y accidentada vida.

¿Y Ñor Féliz? Martina se propuso olvidarlo; y cuando lo trajo a memoria, fué para deplorar no haber podido adminis- trarle, antes de su fuga, una de aquellas tundas que en otros tiempos solía propinarle. Felizmente para él, nunca se le ocu- rrió al jastial aparecer por los campos de San Juan.


Llegó el año 1841 en que el tirano Juan Manuel de Rosas, afianzó su dominio en el territorio de la Confederación. Cada pue- blo era un feudo, cada aldea un grupo de esclavos, cada mandón uná Bajá, y la patria entera un panteón donde la libertad yacia sepultada. Solo Corriente, la heróica, luchaba inpertérrita, con- gregando a sus hijos junto al asta en que flameaba la bandera bendita de San Martín y Belgrano. Las naciones de Europa, nos jurgaban por esta proclama estrafalaria que Rosas ostentaba: