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168 PEDRO ECHAGUE

— ¡Un testigo!...—dijo el gaucho sorprendido—¿Y dón- de está?

La Chapanay, que ya había examinado el puñal, al quitár- selo, le presentó la vaina ensangrertada.

—Así es, señor... Yo lo maté porque al acercarme a su cabecera, tropecé con las alforias que le servían de almohada y el oro sonó...

Un rato después, Martina (Chapanay emprendía la marcha hacia la ciudad de San Juan, llevando su prisionero y el botín reconquistdo. Había ayudado a montar en uno de los parejeros robados al salteador, que tenía los brazos atados a la espalda, y le amarró las piernas bajo la panza de la bestia. Tomó de ti- ro al animal que conducía al preso y al otro parejero del señor Moreno, e hizo que los escoltaran el Cso y el Niñito.” Así llegó a la plaza de San Juan al anochecer.

Su entrada en la ciudad produjo sensación, y una multituá la siguió por las calles hasta el extremo de que la intervención de la policía fué necesaria para depejarle el camino. La fama de su nombre, unida a las circunstancias en que ahora se pre- sentaba, debían, naturalmente, provocar en torno suyo la cu- riosidad, la admiración y la simpatía.

Se presentó a la policía, dió cuenta de lo que había hecho, entregó prisionero y botín, y pidió permiso para volverse a los campos. Pero el goberna ter, que lo era entonces el coronel Martín Yanzón, la retuvo para hacer que lo informara verbal- mente sobre las condiciones de seguridad de las campañas.

Por su parte, la policía cumplió con su deber. Devolvió a sus dueños lo rescatado por la Chapanay, y entregó a la justi- cia al Redomón. _

En cuanto a Martina Chapanay, fué honrada antes de su partida no sólo con un acto de particular deferentia del gober- pador, sino con las manifestaciones que toda la ciudad le pro- digó. El Coronel Yanzón quiso hacerle un obsequio en dinero, pero aquélla lo rehusó. Ñ

—No, señor Gobernador,—le dijo.—Yo quiero vindicarme de mis primeros errores, y serle útil a la sociedad. Con: eso bas- ta; en eso está mi recompensa.

¡Como el gobernador insistiera en querer hacerle un rega- lo, ella contestó:

—Está bien. Aceptaré, por complacer a V. E., un poco de yerba, azúcar, papel y tabaco. Nada más. No merezco nada por haber cumplido con mi deber.

Se hizo lo que la ¡Chapanay quería, y cuando partió, encon- tró atado a la cincha de su caballo un macho cargado de pro- visiones. Ella había adquirido por cuenta propia una cruz rús- tica. La llevó consigo, buscó el sitio de su combate con el ban- dolero, cuyo cuerpo había sido ya sepultado por la autoridad y la clavó sobre la tumba. Luego se puso de rodillas y.oró lar- gamente...

De las cabañas levantadas por la Chapanay para el servicio de los caminantes, prefería ella, para su residencia orddinaria, la que se hallaba situada en la costa de la Laguna de Vega. Allí había dado alojamiento a un matrimonio de ancianos, que des- empeñaban las funciones de caseros durante sus viajes, y allí se dirigía ahora, con ]a mira de depositar la factura con que ha- bía sido obsequiada.