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MEMORIAS Y TRADICIONES 167

mientos de su ama y se mantenía al lado de ella gruñendo y mostrando los dientes.

—¡Chúmibale, Oso!—gritó la Chapanay.

De un salto el animal se echó por detrás sobre uno de los salteadores y quedó suspendido de su nuca, con las triturantes mandíbulas cerradas como tenazas.

—¡Abora si! ¡Ahora somos uno para cada uno!

La (Chapanay se había puesto en guardia y esperaba la aco- metida de su enemigo. ¡Este cayó sobre ella daga en mano. El asalto fué rápido y terrible. Unios cuantos amagos, unos cuan- tos chasquidos de aceros entrechocados, unos cuantos saltos, y el hombre rodó por tierra con el vientre abierto. Martina ha- bía parado con el cabo de fierro de su rebenque, que llevaba en la mano izquierda, una puñalada del contrario, y paralizándo- le ei cuchillo con un rápido y enérgico movimiento envolvente, con la mano derecha le sepultó el suyo en el estómago.

Entre tanto el otro gaucho se debatía por librarse de las mandíbulas úel Oso. Los ojos se le saltaban de las órbitas, ja- deaba angustiosamente, la lengua le salía fuera de la boca y los pómulos empezaban a amoratársele.

—¡Fuera, Oso! ¡Fuera!—gritó la ¡Chapanay.

Dócilmente, el anima] soltó su presa y se quedó gruñendo ferozmente a su lado, listo para saltar otra vez sobre ella.

—Voy a perdonarte la vida, canalla, pero tendrás que res- ponderme a todo lo que te pregunte.

El bandolero no pudo hablar; antes necesitaba respirar. Martina se apoderó de su puñal y recogió el del muerto. Lue- g0, aprovechando la semiasfixia de aquél, le amarró con las riendas de su propio freno.

—Ahora vas a decirme dónde está cl dinero de los dos via- jeros que asaltaron ustedes anteanoche.

No repuesto aún del ahogo, y atormentado por las heridas que ls habían abierto en la nuca los dientes del Oso, el interro- gado respondió:

—Allí, detrás de aquel algarrobo, en unas alforjas.

—¿¡Cuánto es?

——Doscientos pesos en oTOo.

—¿Y el apero y demás prendas de los viajeros?

—No tuvimos tiempo de alzarlos, porque unos arrieros se hicieron- sentir cuando ya casi estaban sobre nosotros.

—¿Y los caballos?

—Los encontramos atados a lazo allí cerca y los llevamos más lejos, por si los dormidos se despertaban y querían disparar.

—+¿¡Cuántos días hace que robaron ustedes estos parejeros?

—Quince.

—«¿Es aquí donde ustedes y los caballos han estado ocul- tos?

—Sí.

—¿Cómo te llamas?

—José.

—¿José de qué?

—Ruda. Pero nos conocen por los Redomones.

—«¿Y cuál de ustedes dos asesinó a uno de los mozos sal- teados?

—Mi hermano. .

—¡Mientes, bellaco! ¡Tú le echas la culpa al muerto, sin ro- cordar que hay un testigo que te condena!