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166 PEDRO ECHAGUE

—Sí, sola. Sé cómo hay que darse vuelta en estos asuntos. ¿No ha oído hablar usted de Martina Cihapanay?

—¿Es usted? ¡Bendito sea el Señor, que manda en mi au- xilio a la providencia de los caminantes!

—-Sí, bendito sea el Señor, que así me proporciona la oca- sión de ser útil a un semejante. Pero, vamos, arriba... ¡Así, de pie!

Cinchó bien su Caballo. ayudó al herido a trepar en las an- cas. llamó a sus perros con un silbido y éstos avanzaron al trote largo por el camino, registrando los flancos.

—/A las ocho de la noche—dijo Martina—estaremos en el Albardón. Alí tengo um buen amigo que no se hará violencia en recibirnos, a pesar de la hora; y aunque su herida de usted no me parece de peligro, conviene curarla cuanto antes. Ade- más, debe usted reparar sus fuerzas, y lo que yo tengo en las alforjas no basta para ello. Por último, hay que organizar una comisión para que salga en busca de] cuerpo de su socio.

'A la hora indicada, la ¡Chapanay entraba en las solitarias avenidas del Albardón. Dejó allí, al cuidado de su amigo, al herido que llevaba, y encargó a aqué] aque mandase buscar el cuerpo del otro asaltado, que quedara en el campo. Descansó algunas horas, y cuando clareó el día, montó de nuevo a ca- ballo y partió campo afu?ra, acompaañda de sus perros.


Tupidos bosques de algarrobos y chañares cubrían el terre- no intermediario entre Caucete y el Albardón. Por lo enmara- ñado de sus arbustos y malezas, propicias a la ocultación, a la sorpresa y al asalto, aquella zona había sido siempre elegida por los bandoleros, como campo de operaciones, y en consecuen- cia, se la consideraba peligrosa. Mantina Chapanay la había ex- plorado prolijamente desde mucho antes y la conocía a palmos.

Hacia ella se dirigía ahora a buena marcha, escoltada por sus fieles canes, en busca de los asesinos que habían jurado ex- terminarla. El sol alumbraba ya el camino y a su luz percibió Martina frescas pisadas de caballos que llevaban su misma di- rección. Las observó con atención y vió que a la altura de un espeso monte de chañares salían del camino y se internaban en aquél. Resueltamente se internó ella también tras de las hue- Vas. Pero no tuvo que andar mucho. A] entrar en un claro del monte, se encontró frente a frente de dos hombres de as- pecto patibulario que, advertidos de su aproximación, la espera- ban desmontados, teniendo sus caballos de la brida. Aquellos dos rostros cobrizos, erizados de cerdosos pelos, tenían una ex- presión siniestra. Martina dirigió una rápida mirada a sus Ca- balgaduras y vió que llevaban la marca de don José Antonio Moreno. No había duda: se encontraba en presencia de “Los Redomones”.

—:¡Eh, ajmigo, pámese! <4dijo en tono lamenazante uno de ellos.

La Chapanay detuvo su bestia y echó pie a tierra, cuadr n- dose a cuatro pasos de los bandidos.

—i¡Ya estoy Iparada!—contestó—¡Y ¡ahora, u defenderse! Supe que ustedes me andaban buscando y aquí me tienen. ¡Yo soy Martina Chapanay!

El Oso, adiestrado, por Martina para estos lances, por me- dio de largos y pacientes ejercicios, observaba todos los movi-