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160 PEDRO ECHAGUE

le evocaban sencillas pero imborrables impresiones de la niñez. ¡Con aquellas margaritas y aquellos cardos, había jugado ella en su infancia, aspirando este mismo aire cargado de aromas agrestes...

Hallaríase ya la viajera como a un cuarto de legua de la parte más poblada de la Laguna del Rosario, cuando se encontró con un individuo de la comarca que pasaba en su jumento.

+ —¿Se halla muy lejos todavía el rancho que fué de Juan ¡Chapanay?—le preguntó.

El hombre respondió sonriendo:

—Del rancho de Chapanay no quedan más que las tapias. Son aquellas que se ven allá, a la izquierda, y que parecen un montón amarillento a la orilla de la laguna.

¡Agradeció Martina el informe, y continuó su camino. El corazón le palpitaba con violencia mientras avanzaba recono- ciendo sitios, plantas y accidentes del terreno que le fueron en otro tiempo familiares. Lo que antes fuera el corral y el patio de su Casa, estaba convertido en un terraplén alfombrado de maleza. Un gran silencio reinaba en derredor, y apenas si una cigarra empezó a chirriar entre las ruinas, cuando la mujer se aproximó. Penetró ésta en Jos cuadrados de paredes sin techo que fueron antaño h:tEitaciones. En un pedazo de corredor, apenas apuntalado por ei único poste que los vecinos necesitados de leña habían respetado, reconoció, recordándolo como entre sueños, el ángulo que su madre prefería. En el lugar en: que antes se hallaba un cuadro de la Virgen María, hacia el cual aquélla le mandaba levantar los ojos todas las tardes, cuando se apagaba el crepúsculo, sólo halló el muro inclinado y próximo a desplomarse, destruído por la intemperie.

De lo hondo de su pecho se desprendió un suspiro ahogado. Se puso de rodillas y rezó devotamente sin dejar de llorar. Luego desensilló su caballo, le dió de beber, y lo aseguró debajo de unos retamos rodeados de abundante pasto. Volvió a los escombros, y entre ellos se sentó. Su imaginación se dió enton- ces al recuerdo y al ensueño, y toda una crisis moral debió ope- rarse en su espíritu aquella noche que ella pasó entera en la soledad, entregada a la meditación, y rodeada de fantasmas familiares. Las lechuzas vinieron más de una vez a graznar sobre su cabeza, irritadas de ver ocupada su guarida. El canto lejano de los gallos le trajo reminiscencias de veladas infantiles.

Y el día la sorprendió rezando.

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Apenas reflejaba el sol sus plateados rayos sobre la planicie de las Lagunas, cuando reparó Martina que una comitiva, com- puesta de ocho hombres, avanzaba hacia ella.

Detúvose dicha comitiva a la entrada de las ruinas, y el que la encabezaba tomó la palabra: 3

—Aquí venimos, mi amigo, sospechando que usted pueda necesitarnos para algo; toda la noche hemos sentido el relincho de un caballo que mo es del lugar y hemos estado con cuidado por lo que pudiera sucederle al forastero alojado en estas ruinas. Porque ha de saber usted que aquí hay almas en pena...

—¿Y cuántas son esas ánimas?-——preguntó Martina sin inmutarse.

—-Dicen que dos: las de Juan Chapanay y Teodora Chapanay.

—Les agradezco el interés que se toman ustedes por el