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MEMORIAS Y TRADICIONES 157

Después de cinco días de marchas y contramarchas por sen- das y caminos extraviados dió al fin el gaucho bagueano con los tupidos carrizales que, a inmediaciones de la Laguna Seca, ha- bían alojado esta vez a los ladrones. Cuando éstos le vieron lle- gar, sospecharon que pudiera venir guiando alguna partida eu su persecución. Pero la alarma se disipó así que saliendo al lla- no vieron el campo desierto.

“Cruz se acercó el primero al emisario de la Chapanay, que avanzaba lentamente, sorprendido del escaso número a que la antes numerosa banda de salteadores había quedado reducida.

—¿Cómo te va, Jetudo?

—Bier, mi comendante.

—¿Tu comendante? ¿Y cómo es que si no te mataron, recién ahora te venís a presentar a tu jefe?

—Porque si no me mataron me pelaron la cola, y me han tenido preso con una barra. añ Y cómo si te has juído de la cárcel, no has traido a tu

jo?

— ¡Ojalá hubiera podido... pero mi hijo ha muerto!

—¿Ha muerto?

—Así es, mi comendante; se murió de virgiielas. Por eso me animé a ayudar a Dña. Martina a aujerear las tapias para escaparnos.

—¿Y ella, ande está?

—Quedó por Ullún.

—¡Ah, hijo de una! ¿Y por qué no me la has traído?

—Porque no había mas que este mancarrón, y yo ne sabía el lugar en que la compañía se hallaba, ni el tiempo que gastaría en dar con ella.

—Mirá, Jetudo, me parece que me estás engañando, y me están dando tentaciones de hacerte degollar...

—No lo engaño, mi comendante. La señora Martina espera, que usted la vaya a buscar llevándole un giien flete.

—Y si es verdá que ella me llama, ¿cómo no te ha dao a conoser ciertas palabras? E

El baqueano que, como se ha visto, no era otro que el Je- tudo, se acercó a Cruz y le dijo en tono misterioso: “Soy la hi- ja de Teodora”. :

—¡Ahora sí!... ¡Ahora si!—exclamó Cuero.

No necesitó más para decidirse a volar en auxilio de Martina. Y volviéndose a sus secuaces, gritó:

— ¡Arriba, muchachos!

lA: eso de las seis de la tarde, ya estaba toda la tropa. en marcha. Debían recorrer veinte leguas, y arreglaron el paso pa- ra llegar a Ullún a la madrugada. El paraje que iba a ser tea- tro del nuevo escarmiento que se les tenía preparado a los sal- teadores, estaba, por aquel tiempo, cubierto de matorrales.

—Allí es—dijo el Jetudo cuando se aproximaban, señalando el rancho medio envuelto por la sombra todavía. Voy a avisarle a Dña. Martina.

Sin esperar respuesta, emprendió el galope y se presentó a la puerta.

Dentro de la choza esperaban ocho hombres armados de ca- rabinas. Otros diez, a caballo, estaban ocultos entre las ma- rañas.

El eco insólito de un clarin turbó de pronto el silencio cir- cundante. Los foragidos, atónitos, no atinaron a fugar de in-