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156 PEDRO ECHAGUEL

Gregorio Quiroga, a su arribo a la capital, no fueron más que el comienzo de una serie de manifestaciones y obsoquios de to- do género, con que sus amigos y gobernados celebraban el éxi- to de su expedición. Gracias a él, la confianza y la tranquilidad renacieron. Honran todavía su nombre, las medidas que por aquel tiempo tomó el señor Quiroga. Hizo fijar en todos los lu- gares públicos carteles que detallaban el número y calidad de las prendas recobradas, y ofició a los gobiernos de otras pro- vincias, pidiéndoles la reproducción de estos cartales, a fin de facilitarles a los damnificados el rescate de los objetos que les habían sido robados.:ántes de dar este paso, el gobernador ha- bía hecho comparecer a Martina y al gaucho baqueano a la sala donde se exbibían las prendas recuperadas. El intendente de policía, en representación de] gobernador, les sometió a un in- terrogatorio a fin de averiguar el lugar de los asaltos y la ca- lidad de las personas asaltadas. 'Tres meses después, los gobier- nos de Buenos Aires y Santiago del Estero contestaban al de San Juan. La oficiosa actividad de este último, permitió hacer va- liosas restituciones en aquellas provincias.

La anciana madre del joven extranjero asesinado en el Mon- te Grande, recibió integras las valiosas mercaderías de que aquél había sido despojado. El gobierno de Santiago sólo deploraba la falta de un crucifijo de oro y de unas caravanas de la Vir- gen. El señor Quiroga «xplicó entonces, por nota, a su colega santiagueño, que, según los informes recogidos por él, el Santo Cristo se hallaba en poder del capitán de los bandoleros, quien jamás se lo quitaba del pecho, y que las caravanas habían des- aparecido. Se supuso que estas últimas estarían en manos de la Chapanay, pero un prolijo registro sobre su persona y efec- tos, no dió ningún resultado.

Visitada sin cesar por inacabable número de curiosos, y re- ducida a moverse dentro de las estrechas paredes de su prisión, la 'Chapanay empezó a manifestar tristeza. Su existencia no co- rría peligro, pero ya se ha dicho que para ella la libertad era la vida. Faltándole aire, espacio y acción, todo le faltaba.

¡Cuatro meses transcurrieron, y ninguna esperanza de ser puesta en libertad entreveía. Hasta que cierto día, el goberna- dor en persona se presentó en su calabozo.

—Vengo—le dijo—a que cumplas el ofrecimiento que me tienes hecho. Cuero ha vuelto a aparecer en la provincia come- tiendo atrocidades. Tu libertad pende de la captura y muerte de ese foragido. ¿Cómo haremos para echarle la mano encima?

—Me felicito, señor, de que V. E. me dispense el honor de ocuparme. Que venga <l baqueano a hablar conmigo, y yo le explicaré cómo hay que proceder.

¡Se hizo venir al gaucho y Martina le dió sus instrucciones.

Se pondría éste inmediatamente en marcha para buscar a Cuero. No le había de ser imposible descubrir su paradero, co- nociendo como conocía todos los refugios de los ladrones. Una vez que lo encontrase, le diría de su parte que ella lo esperaba en Las Tapiecitas, en un rancho cercano al paso de Ullún. El gobernador, por su parte, haría esconder previamente fuerzas suficientes en este rancho. Cuero debía ser informado, además, por el baqueano, de que, escapada de la prisión, y oculta desde hacía tiempo en el rancho susodicho, Martina necesitaba de él urgentemente. ¡Con este procedimiento, y con las palabras de consigna que le enseñó al emisario, Cuero no tardaría en cacr en las garras de la autoridad.