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154 PEDRO ECHAGUE

fué enterrado sin responsos. El juez y sus secuaces se entrega- ron a toda clase de pesquisas, registrando habitaciones, urgan- do ni malcia, revolviendo mis trapos y explorando hasta el fondo de mis botas.

Llamado a prestar las declaraciones que debían servir de apertura a mi sumaria al siguiente día, presté tranquilo el ju- ramento de ley, gracias a mi impavidez. El cándido del juez or- denó aue se me resistraran los bolsillos. Yo esperaba esta for- malidad—que hubiera debido llevarse a cabo en el primer mo- mento—y tenía preparado un golpe de efecto. Me quité el pon- cho con desembarazo, y entregué abiertos los bolsillos de mi chaqueta. El gendarme encargado de la operación, extrajo de ellos una bolsita, que contenía dos pesos en plata, una caja pe- queña de pinturas a la acuarela, y un cuadrado de papel de merquille, gue nunca falta en mi maleta. Dichos objetos pasa- ron a las manos de un joven que desempeñaba las funciones de escribiente. Este los examinó prolijamente, y se quedó sorpren- dido mirando el papel.

—¡Señor!—dijo por último, dirigiéndome al juez—¡éste es usted!...

El juez le quitó el papel de las manos y se quedó tan sor- prendido como el escribiente.

—Este es mi retra“c—exclamó halagado.—¿De dónde lo ha sacado usted?

—Lo he hecho yo mismo, señor.

—¿Cuándo?

—Ayer.

—¿A qué hora? y

—En momentos en que el señor juez y sus dignos asesores, resolvieron encarcelarme por vago sin arte ni ciencia.

—¿Y cómo sabe hacer usted esas cosas?

—Porque soy pintor de oficio. ¡En mi juventud me dediqué a este arte, y no he dejado de rendirle culto. Ahora viajo po- bremente por distracción. HHuyo del mundo, y trato de sacudir el terrible imperio de una devorante pasión que trastornó por algún tiempo mi juicio. Me he propuesto distraer la vida ejer- ciendo cuantas ocupaciones me permitan permanecer oscuro. Sé domar un potro. Sé carnear una res. ¡Hasta ayer he sido sa- cristán, y si después de reconocida mi inocencia, me es posible irme a Bolivia, solicitaré allí, por algún tiempo, el puesto de verdugo...

El juez y el sacristán cambiaron una mirada. Acaso me su- pusieron un maniático rematado, y abandonaron toda sospecha de participación mía en el robo.

Luego el primero me dijo afablemente:

—Puede usted volverse a la cuadra; este asunto se resol- verá pronto.

Al día siguiente el muchacho campanero se hallaba preso, ocupando un rincón de la ramada destinada en el cuartel para depósito de forraje. Dos días después, se me llamó. Era para mnotificarme que estaba en libertad.

El retrato del juez pasó de mano en mano, provocando ad- miraciones y comentarios en todo el villorrio. Tales comenta- tios resultaron funestos para el cura, a quien se miraba ya con ojeriza por lo que yo había dejado entender, y que cobraba aho- Ta mayor gravedad, por haber salido de labios de un artista. Además, el muchacho campanero, caía en contradicciones, de puro ignorante y asustado, cada vez que se realizaba un com-