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MEMORIAS Y "TRADICIONES 153

por su forma en los anales de la rapiña. Los ladrones buscan siempre para darse a sus labores, la sombra, el silencio, la ma- yor soledad. En cambio, los de Nuestra Señora de Loreto espe- ran la noche en que casi todos los habitantes de la villa rodean su templo, para venir a saltearlo. Hay un solo hombre que pue- da inspirarles recelo, y da la casualidad que ese hombre, sin re- laciones, sin valimientos, es alejado a gran distancia de las ha- bitaciones, por el señor cura, que le impone por cama la de los cadáveres. A las pocas horas se le viene a buscar allí, para achacarle el robo, mientras que las llaves todas del edificio se hallan cuidadosamente guardadas bajo las .almohadas del PÁá- TTOCO...

— ¡Señor juez!—interrumpió el cura medio sofocado. Lo que este malvado está exponiendo, importa una inicua y pérfida criminación, y me querello de ser calumniado... y pido el repa- ro de mi honra. El espanto, la ofuscación que me produjo la noticia del robo en el primer momento, me impidieron condenar las alusiones insidiosas de este infame; pero ahora...

—Abhora, como antes, señor cura, yo tengo derecho para re- peler las imputaciones que usted, en silencio, ha permitido que se me dirijan. Sobre todo, señor, yo no afirmo nada: deduzco. Hablo en hipótesis, mientras que a mí se me ha gritado ladrón a las claras, y se me ha marcado la espalda como a un galeoto, sin acusación fundada ni prueba alguna... Y ya, señor juez, que es prudente precisar esta cuestión, declaro sin ambajes, que la causa esencial de mi resistencia á ayudar al señor párroco en la misa por decirse, proviene de los escrúpulos que mortificarían mi pura conciencia si, al verificarse el Evangelio, el diablo me ten- tara, sugiriéndome la sospecha de que acasó sea el sacerdote sa- crificador el que ha consumado el robo...

Un brusco extremecimiento sacudió la persona del cura que, perdiendo el equilibrio, vino a dar con el cuello sobre la cabe- cera del féretro.

—i¡Bárbaro!...—alcanzó a exclamar.

Yo me dije riendo interiormente:

—i¡A ver cómo sales de ésta!

La caterva de foragidos escuchaba con profunda atención el relato del doctor. ¡Como éste se detuvo, creyó sin duda el au- ditorio que el narrador iba a interrumpir su relación y le pidió que la continuara. Reinaba entre él gran curiosidad por saber cómo se había salvado aquél de su crítica situación.

El doctor prosiguió así:

—El cura fué llevado a la cama y algunas de las personas que esperaban la misa fueron a asistirlo en su lecho. Entre tan- to, el juez, indeciso en cuanto a la conducta que conmigo debe- ría seguir, se libró al consejo de los vecinos más caracteriza- dos. Mientras este jurado popular deliberaba, de pie y al aire libre, yo me ocupaba con empeño en trazar, a la ligera, una si- lueta del cachetudo juez que, colocado frente a mí, me presen- taba de lleno su colorado rostro.

¡En la cuadra en donde se alojaba la partida de policía a ser- vicio del juzgado, quedé yo detenido en calidad de incomunica- do. No me amilané por eso. Para escapar de la red que iba en- volviéndome, contaba con dos cosas: con mi astucia y con la incapacidad del juez. El día transcurrió sin misa y el muerto