152 PEDRO ECHAGUE
En aquel momento asomó su cabeza el campanero diciendo:
— ¡Aquí está el señor juez!
Efectivamente: el hombre gordo y cachetudo interpuso su busto entre nuestras dos personas. Su presencia moderó un tan- to las iras del Párroco, mientras yo hacía resaltar estudiosa- mente mi fingida prudencia.
—.Aunque tan escandaloso robo—dijo pavoneándose el ro- busto y colorado Juez—recilama mi presencia en todas partes, he regresado, al oír la campana, para asistir a la misa que se va a decir por el ánima de mi amigo. Pero he dado ya órdenes para que se lleve adelante la investigación.
— ¡A esas órdenes, señor juez,—dijo el cura—debe usted añadirle una indispensable! .
—-¿¿Cuál?
— ¡La de que se ponga inmediatamente preso a este bribo- nazo!
—¿Ha descubierto usted algo que lo comprometa?
—No; pero trata de perjudicarme en mucho.
—¿Cómo así?
—Se niega redondamente a salir de este local hasta la caí- da de la tarde, lo que importa negarse a ayudarme la misa. ¡Y el pobre viejo a quien por servir a este pícaro despedí en mala hora, está postrado en cama, tal vez de pena por haber perdido la sacristanía!...
—Hago notar al señor cura que yo no la solicité...
—Y bien, ¿por qué se excusa usted ahora de...?—díjome el juez, al parecer preocupado por secretas conjeturas.
—-Por una trinidad de causas, señor juez.
—Veamos.
——Primera: porque me doy por muerto, y no quiero reapa- recer deshonrado. No creo que, como para Lázaro, sonará para mí la voz divina de Jesucristo; pero los que han tratado de arro- jarme a la fosa del menosprecio y el descrédito, están en el de- ber de venir a solicitar mi perdón, declarando en público que no tuvieron razón para infamarme. Todavía siento en mis pulmo- nes el ardor de los azotes, y peno en este lugar, como han de pe- nar las ánimas en el purgatorio... Soy, pues, una ánima en pe- ma; no estoy en condiciones para orar ni prestar ayuda en los oficios divinos.
—-¡Sofisterías, señor juez, argucias!
—No son sofismas. mi respetable señor cura. Ya iré luego a apreciaciones más sólidas. ¡Alyer suenán de repente las campa- nas tocando aleluya, en vez de haber sonado un poco antes to- cando agonía. Un muchacho zonzo, que nada sabe, porque nada se le ha enseñado, rompe de repente la mayor, y mi generoso cura, en vez de administrarle una tunda, le enseña sus blancos y pulidos dientes, en prueba de agradecimiento porque se cele- braba su propio natalicio cuando la campana se rompió Este proceder puede demostrar, o mucha bondad en el fondo del ca- rácter del señor cura, o una tolerancia especulativa emanada de la necesidad de halagar al muchacho. He qui el dilema: si esa conducta fué obra de su bondad, debió extenderse hasta mí, no permitiendo el inhumano vapuleo que se me aplicó; pero si se mostró tolerante por pura especulación, la causa que produjo este efecto debe ser tal, que bien podría compararse con la re- cíproca tolerancia que la complicidad impone a los delincuen- tes... Bjemplo verdaderamente extraño, señor juez, es el que deja a examen de la fría razón este estupendo robo, único acaso