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150 PEDRO ECHAGUE

apostrofaba en lenguaje de oratoria sagrada. El hombre iba y venía como loco de un lado al otro. No era posible, entre tan- to, que en tales circunstancias y por insignificante que fuera mi persona, se olvidaran de ella. Fué un paisano gordo y cachetu- do, a quien le daban el título de “señor juez”, el primero que extrañó no verme entre los presentes. Púsose el cura a la cabe- za de un crecido número de feligreses y la cuadrilla se dió a recorrer los departamentos del edificio buscándome, con la idea de que, a no hallarme, era yo, y no otro, el autor del monstruo- so robo. Pero hete aquí que, al atravesar el pasadizo en que se guardaba el féretro, la comitiva se detuvo azorada al descu- brirme tendido largo a largo en la jaula fúnebre.

—i¡Aquí está señor, juez! —gritó el cura.

—¿Dónde? ¡A ver: —añadieron, agrupándose alrededor del féretro, los demás.

— ¡Está muerto! —gritaban algunos que aun no alcanzaban a distinguirme.

Pero dos gauchones que se inclinaban sobre mí, descargaron sobre mis espaldas unos azotes que me hicieron poner de un salto en pie, protzstando de aquella brutal manera de despertar a las gentes. La cosa les pareció divertida a los circunstantes.

— ¡Duro! —decían alrunos.

—i¡Por las vinajeras.- —decían otros.

—i¡Por los sahumadores y las caravanas de la Virgen!

—i¡Por los mates y el Santo 'Cristo!

Un viejecito afirmaba:

—ÍNo hay duda; él es e] ladrón. Yo le tomo olor a cera.

—A lo que apesta es a aguardiente—sostenían los más pró- ximos.

— ¡Qué olor a aguardiente, ni qué niño muerto! —vocifera- ba una vieja—¡A lo que hiede es a mugre!

Entretanto los azotes seguían lloviendo sobre mis costillas, Yo, erguido sobre mi macabro pedestal, y tratando de atajarme los golpes como podía, empecé a hablar:

— ¡Señor cura! ¡Señor juez! ¡Señores! se está disponiendo de mis lomos con un rigor que no me explico, y pido que se me escuche!

Vi que los azotes se detenían y que el público prestaba aten- ción... Entonces continué elocuentemente mi discurso:

—i¡Ni entre los salvajes se anticipa la pena a la comproba- ción del delito, y yo estoy siendo aquí víctima del rebenque de todo el mundo, sin que nadie me diga ni yo sepa por qué! ¡Se me ha dicho que tengo olor_a cera, que apesto a difunto, que hiedo a aguardieñte y que trasudo mugre, pero no creo que to- dos estos olores puedan ser causa de que se me infame y ator- mente! Mi patrón, mi jefe inmediato es aquí el señor (Cura. ¡Que él diga si es o no verdad, que él me ordenó anoche que me acostara a dormir en este féretro!

¡El cura, cuyo aturdimiento iba en aumento, reconoció que, en efecto, para castigarme por mi estado de ebriedad, me había dado esa orden.

¡De pronto, un feligrés se abrió paso por entre los apiñados curiosos” que me estrechaban, y gritó, jadeante, enseñando la ganzúa: .

— ¡Aquí está el cuerpo del delito!

Yo levanté entonces la voz y agregué con dignidad:

— ¡Ahí tienen ustedes, señores! Esto puede ser una maqui- nación diabólica de los mismos que manejan las llaves del tem-