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MEMORIAS Y TRADICIONES 149

A las doce del día, los vecinos de más representación con que contaba el curato, llenaban la casa. Pavos, gallinas, picho- nes, lechoncitos rellenos, carne con cuero, pasteles de buena masa, aloja, fruta y ricos vinos: todo esto había recibido en profusión mi buen cura. Se dió comienzo al festín y a las cua- tro de la tarde todo el mundo estaba alegre. 'A las seis no que- daba nadie en su sano estado ni en su sano juicio. A las diez de la noche los visitantes reventando de comida y de vino, dor- mían tirados a la buena de Dios bajo los corredores, en la más revuelta confusión. Este era el momento que yo esperaba.

Poco antes de acostarme me había presentado en el dormi- torio del cura, que aun conservaba luz y se revolvía desvelado en la cama. El hombre de ordinario no bebía,, y como esta vez lo había hecho con exceso, sentíase afiebrado. Cuando me vió, suponiéndome también borracho, se incorporó sobre las almo- hadas y me dijo groseramente:

— ¡Fuera de aquí! ¡A meterse al féretro a dormir la tranca!

Yo bamboleaba, hacía gestos nauseabundos y tartamudeaba palabras sin sentido. Por último me retiré gruñendo y trope- zando pero no para ir a meterme al féretro, sino en la sacristía.

El cura guardaba en su poder todas las llaves. Pero yo te- nía ya limado y arreglado en forma de ganzúa, un gran clavo. La tenue luz de la lamparilla que alumbraba al Sacramento, alumbró también mi empresa, y a su amarillento reflejo, trepé las gradas del altar y emprendí mi conquista. Todo estaba en silencio; hasta el mismo cura debía haber concluido por dormirse. En la sacristía habían quedado por olvido estos dos mates, y los incorporé a mi botin. Tentado estuve de respetar al Santo Cristo, pero los gruesos diamantes que le sirven de clavos aca- llaron mis escrúpulos, y el crucifijo. pasó a mis alforjas de cuero de zorro.

La puerta del templo se cerraba por dentro con pasadores que yo tenía de antemano aceitados. La abrí, pues, sin esfuerzo, y me hallé respirando el puro aire del campo. Todo estaba previsto. Había estudiado el terreno en un cuarto de legua a la redonda, y tenía ya elegido el punto en que, llegado el caso, buscaría escondite. Fuí derecho a él, cavé un hoyo, deposité en su fondo la preciosa carga, lo cubrí, y aplané luego sobre él la tierra.

Decididamente el cielo estaba de mi parte, porque apenas ponía de nuevo mis pies dentro de la iglesia, un formidable aguacero se descargó. Los rastros que yo hubiera podido dejar afuera se borrarían con el agua: en cuanto al interior, no había pisado sino sobre alfombras. Dejé la puerta del templo abierta, y la ganzúa arrojada allí cerca, en lugar visible. Luego me metí en el féretro y me dormí plácidamente.

¡Cuando al amanecer empezaron a moverse los huéspedes del cura, el muchacho campanero corría azorado de un lado a otro dando cuenta a voces del sacrilegio que se había consumado. Yo fingía seguir roncando dentro del féretro.

Los aspavientos del' muchacho, excitaron la curiosidad de los presentes, y sobrevinieron los comentarios, las condenacio- nes y los lamentos. Todos se horrorizaban, todos exponían sus sospechas. Todos inducían, deducían, calculaban y pronostica- ban, emitiendo suposiciones y juicios disparatados y contradic- torios. El cura, exaltado y aturdido al mismo tiempo, había re- eurrido al tono y las actitudes del púlpito, y anatematizaba oO