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MEMORIAS Y TRADICIONES 147

censia más que su cogote... Por lo que veo, tengo el honor de ser colega de Vuecensia...

—¿Cómo colega? ¿Eres ladrón?

—De profesión, mi coronel.

— ¿Y qué haces de Jo que robas?

—Me lo bebo, mi general.

—i¡Ehb! no me asciendas tanto...

—Es que yo soy asi; para las personas que me caen en gra- cia nunca hallo tratamiento bastante alto, y tanto esta discipli- nada compañia como su digno jefe, me producen Ja mayor admiración.

Divertido Cuero con la labia marrrullera y el aplomo de su interlocutor, prosiguió:

—¿Con qué lo que manoteas te lo bebes? Ya se ve que te gusia la buena vida. ¿Y a dónde ibas?

—Iba a ver si conseguía por ahí algunos reales, porque ten- go hambre y sed... sed de aguardiente.

Cruz le alcanzó un chifle lleno, y aquel lo empinó con deleite. Hizo chasquear la lengua y agregó:

—Señor gobernador, yo soy un hombre agradecido. Usted acaba de aplacarme la sed, y yo voy a corresponder a su gene- rosidad como se merece.

Echó mano a sus alforjas de cuero de zorro, y extrajo de ellas dos hermosas caravanas de brillantes, dos mates de plata, dos sahumadores del mismo metal, unas vinajeras y un cruci- fijo de oro macizo, como de cuatro pulgadas de largo, encla- vado con brillantes sobre una cruz de nácar. Cruz Cuero y sus secuaces miraron aquel deslumbraute despliegue de piedras y metales preciosos, con ojos codiciosos.

—-Pongo todo esto a los pies de Vuesencia, —prosiguió nues- iro hombre uniendo la acción a la palabra, y solicito humilde- mente ser admitido como miembro de esta distinguida compañía.

Cuero, fascinado por las joyas, contestó:

—Bueno. Te admitiremos en observación por ahora. Des- pués veremos lo que eres capaz de hacer, y si te portas bien, en- traremos a repartir beneficios.

Temó el crucifijo, se descubrió y lo besó con unción gol- peándose el pecho. Y radiante de satisfacción por la presa ines- perada que acababa de hacer, mandó calentar agua para tomar mate en los mates de plata que estaban delante.

—¿Cómo te llamas?—le preguntó enseguida al recién in- cerporado.

—Mi nombre le pila es Juan, y mi apellido Cadalso.

—¿¡Cadalso? .

—Sí. ¿Significativo el apellido, verdad? Pero respondo con mayor gusto al tratamiento de doctor, porque así me llamaron desde niño.

—-—¿De dónde has manoteado estas prendas tan lindas? Se- guro que de alguna «catedral...

—No precisamente de una catedral, pero sí de una iglesia de Santiago del Estero, que se llama Nuestra Señora de Loreto. ¡Lindo templo!

—¿Y cómo diablos te ingeniastes para alzarte con ellas?— preguntó Cuero con curiosidad.

—¡Oh! Muy sencillamente... Pero el cuento es un poco largo. Si la honorable compañía tiene paciencia para escucharlo, lo referiré con detalles.

— ¡Cuenta! ¡cuenta!