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MEMORIAS Y TRADICIONES 143

—Era una muchaca aturdida, señor. Estaba enamorada de Cuero que tenía sobre mí un completo dominio, y me engañó ha- ciéndome creer que nos casaríamos y nos iríamos a trabajar en las Lagunas en donde yo nací.

— ¿Y por qué no te has separado antes de la banda?

—Me vigilaban, señor, y además no tenía adónde ir. He aprovechado la primera ocasión que se me ha presentado para hacerlo.

El coronel Quiroga volvió a quedar en silencio un instante, observando a Martina. Sus palabras le parecían sinceras.

—Está bien—continuó—ya hablaremos de todo eso; por lo pronto es necesario que me descubras los escondites de los fu- gitivos y ej lugar en que depositan lo robado. Además, tienes que ayudarme a dar con ellos.

—Repito que así lo haré, señor,

Y después de haberle pedido que mandara rotirar a los otros presos para hablar con él a solas, Martina Chapanay le expuso su plan al gobernador. %

¡Hízole saber que el hombre y el muchacho aprisionados con ella, la noche anterior, eran padre e hijo; que ej padre era el baqueano de la gavilla, y en consecuencia, conocía todos sus abrigos y guaridas; que Cuero guardaba al hijo como rehén, cada vez que mandaba al padre a vender en otras provincias prendas robadas ,a fin de que éste, que idolatraba a su hijo, re- gresara con el producto. Le hizo notar que la autoridad pocía emplear igual procedimiento para obligar al bagueano a guiar- la en sus persecuciones. Por último se ofreció a servir ella misma como cebo para atraer a Cruz Cuero a alguna celada, una vez que se descubriese su paradero.

—Tu plan es bueno—la dijo el gobernador;—y me hace caer en la tentación de creer que hablas de buena fe.

— ¡Ah! señor de muy buena fe... ¡Lo juro por las ceni- zas de mi madre! Hay, además, otra cosa que Vuesencia ig- nora. Yo odio a Cuero, y creo que tengo el deber de librar al mundo de un bandido Semejante.

Y le refirió lo que éste había hecho con el joven extranje- ro asaltado, la noche que tan ferozmente la azotó a ella mis- ma, inerme y aturdida.

Convencióse el coronel Quiroga de la sinceridad de Marti- na y se ajustó en un todo a sus indicaciones. Ella y el mu- chacho fueron enviados a San Juan y alojados en el cuartel de policía en calidad de detenidos. Se llamó al baqueano y se le hizo saber que él y su bijo salvarían la vida, si guiaban a la autoridad hasta el sitito en que se hallaban escondidos los objetos que la banda venía robando desde hacía tiempo. El hom- bre aceptó sin vacilar y diez horas después, conducidos por él, el gobernador y su tropa se internaban en lo más escabroso de la sierra del Pie de Palo.

Adelantaron por una estrecha quebrada de difíciz acceso, costeando enormes murallas de granito que remedaban fantás-- ticas arquitecturas. ¡Al pie de una especie de columna colosal que parecía sostener extraños amontonamientos de rocas, el ba- queano se detuvo.

—Aquí es—dijo.

No se veía en derredor más que montañas. 3

—Hay que mover esta laja—dijo el preso señalando una: piedra chata que aparecía junto a la columna.