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140 PEDRO ECHAGUE

—No se enoje comendante,—se apresuró a contestar el Je- tudo,—el barrilito también viene, y alcanzará para que todos se mojen el gañote...

Se oyó en el camino rumor de pisadas de caballos que se acer- caban, y otra vez. de uno y otro lado. resonaron los silbidos que les servían a los salteadores para entenderse a la distancia. Había cesado a lluvia y los pelotones de nubes que corrían en lo alto, empujados por el viento, dejaban brillar sobre el campo, a inter- valos, una luna límpida. Guiados por el silbido de Cuero, la es- colta y el prisionero se acercaron. La carga robada venía con ellos. El asaltado era un joven de unos veinte y dos años, blanco, rubio, de ojos azules, cuya fisonomía fina y noble, contrastaba con los rostros selváticos y patibularios de los asaltantes.

Nunca había visto Martina (Chapanay una cara de hombre tan hermosa, como la del extrajnero que tenía delante. Más her- mosa le pareció aún, por su palidez, que la luz de la luna hacía resaltar, y se sintió a un mismo tiempo llena de admiración y de lástima por el desgraciado cautivo. Pensó en la triste suerte del muchacho condenado a ser la víctima de aquellos bárbaros; comparó la gracia varonil de sus facciones con la áspera y repul- siva fealdad de sus cómplices, y bruscamente sintió por éstos horror y repugnancia. J'esde aquel momento no tuvo ojos sino para mirar al extranjero, disimulando sus emociones, cada vez que la luna iluminaba el campo.

—¡A: ver! ¡Atenme este gringo a cualquier árbol y acerquen el barrilito de coñaque!—ordenó Cuero.

El jóven murmuró algunas súplicas que nadie tomó en cuenta. Los bandidos se ocupaban de hacer el inventario del botin, en desensillar los caballos, y en improvisar sobre la tierra mojada un campamento para pasar la noche. La orden de Cuero se cumplió: el muchacho quedó amarrado a un chañar, y el barril fué colocado en medio de la rueda.

Echados de barriga sobre ramas y yuyos que habían traído para preservarse un poco. de la humedad del suelo, se entregaron los bandidos a las libaciones alrededor del barril, en medio de brin- dis y dicharachos. El prisionero, transido de frío, empapado de lluvia y con los miembros atormentados por las ligaduras, miraba con indecible angustia el cuadro, y oía los comentarios triunfantes de sus victimarios.

Por mirarlo a él, Martina Chapanay no bebía ni tomaba parte en la algazara. Un momento hubo en que la mirada del extran- jero se fijó en la suya con una expresión tal de congoja y de súplica, que la conmovió hasta las lágrimas. Decididamente, el fondo generoso y sano que aquella, mujer había heredado de su madre, se mantenía latente, a pesar de la crápula y el delito en que estaba viviendo.

Al fin, Cuero notó la distracción de su compañera. y empezó a observarla con desconfianza y cólera. Llenó un jarro de co- ñac y se lo alcanzó, pero Martina se lo devolvió después de pro: barlo distraidamiente.

¡Bebélo todo—ordenó aquél.

—¿Todo? Es mucho... Pero me lo tomaré por hacerte el gusto. En cambio te voy a pedir una cosa—le dijo suavemente y en voz baja, tratando de seducirlo.

— ¿Qué cosa?

—Que le salven la vida a ese pobre gringuito.

— Alb, hija de una! —gritó Cuero poniéndose en pie con