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136 PEDRO ECHAGUE

con muchachos de mayor edad que ella, a quienes más de una

vez les dejó la cabeza llena de chichones a fuerza de planazos. No jué por cierto la menor de las aficiones que por entonces em- pezó a demostrar, la que la llevaba a sumergirse en el agua. Pa- saba largas horas bañándose en las lagunas, y aprendió a nadar con la soitura y la resistencia de un pescado. Más tarde perfec- cionaria esta habilidad, que llegó a ser verdaderamente sorpren- dente en ella, y que le permitió más de una vez ser útil a sus se- mejantes durante su accidentada vida.

Sus correrías y travesuras tenían alarmada a la población la- gunera, que se quejó al padre de las diabluras de la hija. Un día vinieron a decirle a Juan, que Martina le había roto uua pata 2 la potranca de un vecino. Este hecho le trajo contrariedades y disgustos, y lo decidió a salir de su apatía y a preocuparse seria- mente de contener los instintos rudos de la muchacha,

¡Cierta señora de 'San Juan, Doña Clara Sánchez, le había hablado repetidas veces, cuando él bajaba a la ciudad a colocar su pescado, de sus deseos de tener en su casa una chica pobre, del campo, a quien ella educaría en cambio de los servicios que esta pudiera prestarle. Juan reflexionó que esta colocación podía convenirle a Martina, pues la substraería del ambiente selvático de las Lagunas, moderar2 sus inclinaciones al vagabundeo por los campos, y además le Juría ocasión de instruirse en algo. Ha- bló con la señora Sánchez, y le propuso traerle a su hija.

Quedó cerrado el trato, y Martina ¡(Chapanay dejó sus cam- pos natales para venir a instalarse en la ciudad.

Mucho le «costó adaptarse a la existencia encerrada y metódi- ca de la casa de la señora Sánchez, acostumbrada como estaba a no reconocer voluntad ni límite que la contuviese, y puede decirse que nunca llegó a identificarse con su nueva vida. Pero se some- tió a ella como se someten los pájaros a la jaula: esperando siem- pre una ocasión de poder tender las alas en pleno espacio.

Al principio, su padre vino a visitarla con frecuencia, pero de pronto dejó de venir. Pasaron cinco años, y Juan ¡Chapanay no daba señales de vida. Martina les pidió informes de él a otros laguneros que bajaban semanalmente a la ciudad, y estos le con- testaron que nada sabían. lEl índio había desaparecido sin dejar indicio ninguno del rumbo que hubiera podido tomar. Se hicie- ron al respecto las suposiciones más diversas, hasta que por últi- mo se aceptó la versión de que debía haber muerto envenenado por cierta yerba que le gustaba masticar, y de la cual abusaba en los últimos tiempos.

AUá por el año 40, se encontraron en la travesía, al pie del algarrobo en que Teodora fué martirizada y suspendida por los salteadores, restos humanos. Eran, seguramente, los de Juan Cha- panay. [El índio había ido a buscar la muerte en el mismo sitio en que un día encontró la felicidad.


Cuando Martina Chapanay se convención que su padre no vol- vería nunca más, y de que ella había quedado sola en el mundo, no pensó sino en recobrar su libertad. En casa de la señora 3án- chez había aprendido poca cosa, y era tratada con creciente ri- gor. Se la encargaba de barrer la casa, llevar la alfombra de su señora cuando esta iba a la iglesia, zurcir ropa y ordeñar las va- cas. Al toque de ánimas debía ir a_rezar a los pies de su señora. De todas estas ocupaciones, la única que a ella le interesaba era