MEMORIAS Y TRADICIONES 135
Para serle agradable a Teodora, Juan Chapany levautó con sus propias manos, ayudado por otro lagunero, dos cuartos de- centes rodeados de corredores, que luego se fueron ampliando con otras construcciones, y quedaron convertidos al fin, en una vi- vienda cómoda y bien tenida. El mismo indio había empezado a preocuparse de aliñar su persona. En cuanto a la viuda, que cuando fué conducida a las Lagunas contaba apenas con su en- sangrentado traje, disponía ahora de un buen equipo. Quiso te- ner algunos libros de devoción, una Virgen de Mercedes y algunos textos y cartillas de enseñanza primaria. Todo se lo facilitó el buen Chapanay, que gastaba en esto, gustoso, las economías de su vida entera.
¿Qué le faltaba a Juan para ser completamente dichoso? ¡Ah! él lo sabía... Había llegado a ser la autoridad del rinconcito del mundo en que moraba; tenía una habitación que perecía un pa- lacio entre las cabañas del vecindario; se le co: quería. Sólo ie hacía falta esposa, y su más bello ensueño consistía que Teodora llegara a serlo.
Su ensueño se realizó. Conmovida por la ternura y la adhe- sión del indio, la viuda lo aceptó como marido. Esto pasaba en
1810, justamente cuando el país entero retemblaba a impulsos de la Revolución desencadenada. Un año después, y bajo las auspi- ciosas auras de la libertad, venía al mundo Martina Chapanay.
Al mismo tiempo que criaba a su hija. Teodora se dedicó a enseñar la doctrina cristiana y las primeras letras a los niños del lugar. Los corredores de la casita levantada por Juan, se convir- tieron en escuela, con lo «cual aumentó la consideración, el res- peto y la gratitud que todo el vecindario le profesaba a los es- posos Chapanay. Pero, por desgracia, no pudo Teodora ejercer largo tiempo su noble y generosa misión de ponef la cartilla y la eruz en manos de los niños de las Lagunas. En 1814 murió, de- jando a su hija en edad demasiado tierna, a Juan Chapanay des- esperado y a la población enteta entristecida.
Cuando Chapanay hubo trasladado a San Juan, y enterrado lo mejor que- pudo los restos de su esposa, quiso reanudar con ahinco su antiguo trabajo, pero la pena que la pérdida de su compañera le había causado, era tan honda, que un desequilibrio se manifestó desde entonces en él. Se volvió reconcentrado y ta- citurno. No tenía ya, aquella alegría ni aquella movilidad que pa- recian ser antes los resortes de su carácter, y era evidente que en su vida faltaba ahora el contrapeso que habían traído a ella el buen sentido y la nobleza de Teodora. El pobre indio vagaba melancólico alrededor de su casita, durante las horas que le de- jaba libre el trabajo, y era fama que hacía frecuentes visitas al árbol de la travesía en que encontró un día a la que luego había de ser su mujer.
Entretanto su hija Martina crecía casi abandonada, sin di rección ni consejos, en la vida semisalvaje de las Lagunas. A tan corta edad, denotaba ya un carácter rebelde y varonil. Sus juegos predilectos eran los violentos, y tenía a raya a todos los mucha- chos del pueblo ,a fuerza de distrbiuirles pescozones y pedradas. Se trepaba sobre los burros sueltos y los extenuaba a talonazos, haciéndolos galopar sobre los arenales; pialaba terneros y perse- guía a cuanto animal encontraba en su camino. Se había tallado una especie de facón de palo, y con el se complacía en ““canchar”